con cinco o seis días para pensar la resolución que debía tomar. Comió y bebió durante la
travesía, cual no puede describirse. Comio por su amo, por mistress Aouida y por sí mismo.
Comió como si el Japón, adonde iba a desembarcar, hubiera sido país desierto, desprovisto de
toda substancia comestible.
El 13, a la primera marea, el "Camatic" entraba en el puerto de Yokohama.
Este punto es una importante escala del Pacífico, donde paran todos los vapores empleados
en el servicio de correos y viajeros entre la América del Norte, la China, el Japón y las islas de
la Malasia. Yokohama está situado en la misma bahía de Yedo, a corta distancia de esta
inmensa ciudad, segunda capital del imperio japonés, antigua residencia del taikun, cuando
existía este emperador civil, y rival de Meako, la gran ciudad habitada por el mikado,
emperador eclesiástico descendiente de los dioses.
El "Carnatic" se arrimó al muelle de Yokohama, cerca de las escolieras y de la aduana, en
medio de numerosos buques de todas las naciones.
Picaporte puso el pie, sin entusiasmo ninguno, en aquella tierra tan curiosa de los Hijos del
Sol. No tuvo mejor cosa que hacer que tomar el azar por guía, andar errante, a la ventura, por
las calles de la población.
Picaporte se vio, al pronto, en una ciudad absolutamente europea, con casas de fachadas
bajas, adornadas de cancelas, bajo las cuales se desarrollaban elegante peristilos, y que cubría
con sus calles, sus plazas, sus docks, sus depósitos, todo el espacio comprendido desde el
promontorio del tratado hasta el río. Allí, como en Hong-Kong, como en Calcuta,
hormigueaba una mezcla de gentes de toda casta, americanos, ingleses, chinos, holandeses,
mercaderes dispuestos a comprarlo y a venderlo todo, y entre los cuales el francés era tan
extranjero como si hubiese nacido en el país de los hotentotes.
Picaporte tenía un recurso, que era el de recomendarse cerca de los agentes consulares
franceses o ingleses, establecidos en Yokohama; pero le repugnaba referir su historia, tan
íntimamente relacionada con su amo, y antes de esto, quería apurar todos los demás medios.
Después de haber recorrido la parte europea de la ciudad, sin que el azar le hubiese servido,
entró en la parte japonesa, decidido, en caso necesario, a llegar hasta Yedo.
Esta porción indígena de Yokohama se llama Benten, nombre de una diosa del mar, adorada
en las islas vecinas. Allí se veían admirables alamedas de pinos y cedros; puertas sagradas, de
extraña arquitectura; puentes envueltos entre cañas y bambúes; templos abrigados por una
muralla, inmensa y melancólica, de cedros seculares; conventos de bonzos, donde vegetaban
los sacerdotes del budismo y los sectarios de la religión de Confucio; calles interminables,
donde había abundante cosecha de chiquillos, con tez sonrosada y mejillas coloradas, figuritas
que parecían recortadas de algún biombo indígena, y que jugaban en medio de unos perrillos
de piernas cortas y de unos gatos amarillentos, sin rabo, muy perezosos y cariñosos.
En las calles, todo era movimiento y agitación incesante; bonzos que pasaban en procesión,
tocando sus monótonos tamboriles; yakuninos, oficiales de la aduana o de la policía; con
sombreros puntiagudos incrustados de laca y dos sables en el cinto; soldados vestidos de
percalina azul con rayas blancas y armados con fusiles de percusión, hombres de armas del
mikado, metidos en su justillo de seda, con loriga y cota de malla, y otros muchos militares de
diversas condiciones, porque en el Japón la profesión de soldado es tan distinguida como
despreciada en China. Y después, hermanos postulares, peregrinos de larga vestidura, simples
paisanos de cabellera suelta, negra como el ébano, cabeza abultada, busto largo, piernas
delgadas, estatura baja, tez teñida, desde los sombríos matices cobrizos hasta el blanco mate,
pero nunca amarillo como los chinos, de quienes se diferenciaban los japoneses
esencialmente. Y, por último, entre carruajes, palanquines, mozos de cuerda, carretillas de
velamen, "norimones" con caja maqueada, "cangos" (suaves y verdaderas literas de bambú),
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