Locura hubiera sido, y no podía admitirse que aquel hombre estuviera loco hasta ese
extremo. Sin embargo, sir Francis consintió en aguardar hasta el desenlace de tan terrible
escena; pero el guía no dejó a sus companeros en el paraje donde se habían refugi
do, sino que los llevó al sitio que precedía a la plazoleta donde dormían los indios.
Abrigados nuestros vi
jeros por un grupo de árboles, podían observar lo que había de pasar sin ser visto.
Entretanto, Picaporte, sentado sobre las primeras ramas de un árbol, estaba rumiando una
idea que primeramente había cruzado por su mente como un relámpago, y acabó por
incrustarse en su cerebro.
Había comenzado por decir para sí: "¡Qué locura!" Y ahora repetía: "¿Y porqué no? ¡Es una
probabilidad, tal vez la única, y con semejantes brutos ... !"
En todo caso, Picaporte no formuló de otro modo su pensamiento; pero no tardó en
deslizarse con una flexibilidad de serpiente bajo las ramas inferiores del árbol, cuya
extremidad se inclinaba hacia el suelo.
Pasaban las horas, y bien pronto algunos matices menos sombríos anunciaron la proximidad
del día. La oscuridad era profunda sin embargo.
Aquel era el momento preciso. Hubo como una resurrección en la multitud adormecida. Los
grupos se animaron. Había llegado para la desdichada víctima la hora de la muerte.
En efecto, las puertas de la pagoda se abrieron. Una luz más viva se escapó del interior.
Mister Fogg y sir Francis Cromarty pudieron percibir la víctima vivamente alumbrada, que
dos sacerdotes sacaban fuera. Hasta les pareció que, sacudiendo el entorpecmiento de la
embriaguez por un supremo instinto de conservación, la desgraciada intentaba escaparse de
entre sus verdugos. El corazón de sir Francis Cromarty palpitó, y por un movimiento
convulsivo, asiendo la mano de Phileas Fogg, sintió que esta mano llevaba una navaja abierta.
En este momento la multitud se puso en movimiento. La joven habíase caído en aquel
entorpecimiento provocado por el humo del cáñamo. Pasó por entre los fakires que la
escoltaban con sus vociferaciones religiosas.
Phileas Fogg y sus compañeros lo siguieron, mezclándose entre las últimas filas de la
multitud.
Dos minutos después llegaban al borde del río y se detenían a menos de cincuenta pasos de
la hoguera, sobre la cual estaba el cuerpo del rajá. Entre la semioscuridad vieron a la víctima
absolutamente inerte, tendida junto al cadáver de su esposo.
Después acercaron una tea, y la leña impregnada de aceite se inflamó inmediatamente.
Entonces sir Francis y el guía retuvieron a Phileas Fogg, que en un momento de generosa
demencia quiso arrojarse sobre la hoguera...
Pero Phileas Fogg los había ya repelido, cuando la escena cambió de repente. Hubo un grito
de terror, y toda aquella muchedumbre se arrojó a tierra amedrentada.
Creyeron que el viejo rajá no había muerto, puesto que lo vieron de repente levantarse,
tomara la joven mujer en sus brazos y bajar de la hoguera en medio de torbellinos de humo
que le daban una apariencia de espectro.
Los fakires, los guardias, los sacerdotes, acometidos de súbito terror, estaban tendidos boca
abajo sin atreverse a levantar la vista ni mirar semejante prodigio.
La víctima inanimada pasó a los vigorosos brazos que la llevaban sin que les pareciese
pesada. Fogg y Francis habian permanecido de pie; el parsi había inclinado la cabeza, y es
probable que Picaporte no estuviese menos estupefacto.
El resucitado llegó adonde estaban mister Fogg y sir Francis Cromarty, y con voz breve,
dijo:
-¡Huyamos!
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