Test Drive | Page 36

Phileas Fogg y sus compañeros se recostaron, pues, al pie de un árbol y esperaron. El tiempo les pareció largo. De vez en cuando el guía los dejaba e iba a observar. Los guardias del rajá se huían siempre vigilando a la luz de las antorchas, y una luz vaga se filtraba por las ventanas de la pagoda. Esperaron hasta medianoche. La situación no cambió. Había fuera la misma vigilancia, y era evidente que no podía contarse con el sueño de los guardias. La embriaguez del "hag" les había sido probablemente ahorrada. Era menester, pues, obrar de otro modo y penetrar por una abertura practicada en las murallas de la pagoda. Restaba la cuestión de saber si los sacerdotes vigilaban cerca de su víctima con tanto cuidado como los soldados en la puerta del templo. Después de otra conversación, el guía estuvo dispuesto a marchar. Mister Fogg, sir Francis y Picaporte lo siguieron. Dieron una vuelta bastante larga a fin de alcanzar la pagoda por atrás. A las doce y media de la noche llegaron al pie de los muros sin haber hallado a nadie. Ninguna vigilancia existía por ese lado, pero ni había puertas ni ventanas. La noche estaba sombría. La luna, entonces en su último cuarto, desaparecía apenas del horizonte, encapotado por algunos nubarrones. La altura de los árboles aumentaba aún en la oscuridad. Pero no bastaba haber llegado al pie de las murallas, sino que era preciso practicar un boquete, y para esta operación Phileas Fogg y sus compañeros no tenían otra cosa más que navajas. Por fortuna las paredes del templo se componían de una mezcla de ladrillos y madera que no era difícil perforar. Una vez quitado el primer ladrillo, los otros seguirían con facilidad. Se pusieron a trabajar haciendo el menor ruido posible. El parsi por un lado y Picaporte por otro trabajaban en arrancar los ladrillos, de modo que pudiera obtenerse un boquete de dos pies de anchura. El trabajo adelantaba, cuando se oyó un grito dentro del templo, y casi al punto le respondieron desde fuera otros gritos. Picaporte y el guía interrumpieron su trabajo. ¿Los habían sorprendido? ¿Se había dado el alerta? La prudencia más vulgar les recomendaba que se fueran, lo cual hicieron al propio tiempo que Phileas Fogg y sir Francis Comarty. Se ocultaron de nuevo bajo la espesura del bosque, aguardando que la alarma, si la había, se desvaneciese, y dispuestos a proseguir la operación. Pero, ¡contratiempo funesto! Aparecieron unos guardias al otro lado de la pagoda, instalándose allí para impedir la aproximación. Difícil sería escribir el despecho de aquellos cuatro hombres interrumpidos en su tarea. Ahora que no podían llegar hasta la víctima, ¿cómo la salvarían? Sir Francis Cromarty se roía los puños. Picaporte estaba fuera de sí y apenas podía el guía contenerlo. El impasible Fogg aguardaba sin expresar sus sentimientos. -¿Ya no resta más que echar a andar? -Preguntó el briadier general en voz baja. -No tenemos otro remedio -respondió el guía. -Aguardad -dijo Fogg-. Me basta llegar a Hallahabad antes de mediodía. -Pero, ¿qué esperáis? -Respondió sir Francis Cromarty-. Dentro de algunas horas será de día, y... -La probabilidad que se nos va puede aparecer en el supremo momento. El brigadier general hubiera querido leer en los ojos de Phileas Fogg. ¿Con qué pensaba contar aquel inglés frío y calmoso? ¿Quería precipitarse sobre la joven en el momento del sup