El parsi le hizo seña para que callara.
Alrededor de la estatua se movía y agitaba, en convulsiones, un grupo de fakires, listados
con bandas de ocre, cubiertos de incisiones cruciales que goteaban sangre, energúmenos
estúpidos que en las ceremonias se precipitaban aún bajo las ruedas del carro de Jaggernaut.
Detrás de ellos algunos brahmanes, en toda la suntuosidad de su traje oriental, arrastraban
una mujer que apenas se sostenía.
Esta mujer era joven y blanca como una europea. Su cabeza, su cuello, sus hombros, sus
orejas, sus brazos, sus manos, sus pulgares, estaban sobrecargados de joyas, collares,
brazaletes, pendientes y sortijas. Una túnica recamada de oro y recubierta de una muselina
ligera dibujaba los contornos de su talle.
Detrás de esta joven --contraste violento a la vista- unos guardias, armados de sables
desnudos que llevaban en el cinto y largas pistolas adamasquinadas, conducían un cadáver
sobre un palanquín.
Era el cuerpo de un anciano cubierto de sus opulentas vestiduras de rajá, llevando como en
vida el turbante bordado de perlas, el vestido tejido de seda y oro, el cinturón de cachemir
adiamantado y sus magníficas armas de príncipe hindú.
Después, unos músicos y una retaguardia de fanáticos, cuyos gritos cubrían a veces el
estrépito atronador de los instrumentos, cerraban el cortejo.
Sir Francis miraba toda esta pompa con aire singularmente triste, y volviéndose hacia el
guía le dijo:
-¡Un sutty!
El parsi hizo una seña afirmativa y puso un dedo en sus labios. La larga procesión se
desplegó lentamente bajo los árboles, y bien pronto desaparecieron en la profundidad de la
selva.
Poco a poco se amortiguaron. Hubo todavía