Saville-Row.
A las seis de la mañana se emprendió la marcha. El guía esperaba llegar a la estación de
Hallahabad aquella misma tarde. De este modo, mister Fogg no perdería mas que una parte de
las cuarenta y ocho horas economizadas desde el principio del viaje.
Se bajaron las últimas cuestas de los Vindhias Kiouni seguía su marcha rápida, y hacia
mediodía e guía dio vuelta al villorrio de Kellengen, situado sobre el Cani, uno de los
subafluentes del Ganges Evitaba siempre los parajes habitados, creyéndose más seguro en el
campo desierto, donde se encuen
tran las primeras depresiones de la cuenca del gran río. La estación de Hallahabad estaba a
doce millas al Nordeste. Se hizo alto bajo un bosquecillo de bananos, cuya fruta tan sana
como el pan, y tan suculenta como la crema, dicen los viajeros, fue muy apreciada.
A las dos, el guía entró bajo la cubierta de una selva espesa, que debía atravesar por un
espacio de muchas millas. Prefería bajar así a cubierto de los bosques. En todo caso, no había
tenido hasta entonces ningún encuentro sensible, y el viaje debía cumplirse al parecer sin
accidentes, cuando el elefante, dando algunas señales de inquietud, se paró de repente.
Eran entonces las cuatro.
-¿Qué hay? -Preguntó sir Francis Cromarty quien sacó la cabeza fuera de su cuévano.
-No lo sé -respondió el parsi prestando oído a un murmullo que pasaba por la espesa
enramada.
Algunos instantes después el murmullo fue mas perceptible. Parecía un concierto, distante
aún, de voces humanas y de instrumentos de cobre.
Picaporte se volvía todo ojos y orejas. Mister Fogg aguardaba pacientemente sin pronunciar
una sola palabra.
El parsi saltó a tierra, ató el elefante a un árbol y penetró en lo más espeso del bosque.
Algunos minutos después volvió diciendo:
-Una procesión de brahmanes que vienen hacia aquí. Si es posible, procuremos no ser
vistos.
El guía desató al elefante y lo condujo a una espesura, recomendando a los viajeros que no
se apeasen, mientras él mismo estaba preparado para montar rápidamente en caso de hacerse
necesaria la fuga. Creyó que la comitiva de fieles pasaría sin verlo, porque lo tupido de la
enramada lo ocultaba completamente.
El ruido discordante de las voces e instrumentos se acercaba. Unos cantos monótonos se
mezclaban con el toque de tambores y timbales. Pronto apareció bajo los árboles la cabeza de
la procesión, a unos cincuenta pasos del puesto ocupado por mister Fogg y sus compañeros.
Distinguían con facilidad al través de las ramas el curioso personal de aquella ceremonia
religiosa.
En primera línea avanzaban unos sacerdotes cubiertos de mitras y vestidos con largo y
abigarrado traje. Estaban rodeados de hombres, mujeres y niños, que cantaban una especie de
salmodia fúnebre, interrumpida a intervalos iguales por golpes de tamtam y de timbales.
Detrás de ellos, sobre un carro de ruedas anchas, cuyos radios figuraban con las llantas un
ensortijamiento de serpientes, apareció una estatua horrorosa, tirada por dos pares de zebús
ricamente enjaezados. Esta estatua tenía cuatro brazos, el cuerpo teñido de rojo sombrío, los
ojos extraviados, el pelo enredado, la lengua colgante y los labios teñidos. En su cuello se
arrollaba un collar de cabezas de muerto, y sobre su cadera, había una cintura de manos
cortadas. Estaba de pie sobre un gigante derribado que carecía de cabeza.
Sir Francis Cromarty reconoció aquella estatua.
-La diosa Kali --dijo en voz baja-, la diosa del amor y de la muerte.
-De la muerte, consiento --dijo Picaporte-; pero del amor, nunca. ¡Vaya mujer fea!
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