con los cuales alternaban algunos jóvenes ingleses que con un millón en el bolsillo iban a
fundar a lo lejos establecimientos de comercio. El "purser", hombre de confianza de la
Compañía, igual al capitán a bordo, lo hacía todo con suntuosidad, en el "lunch" de las dos, en
la comida de las cinco y media, en la cena de las ocho, las mesas crujían bajo el peso de la
carne fresca y de los entremeses que suministraba la camiceria y la repostería del vapor. Las
pasajeras, de las cuales había algunas, mudaban de traje dos veces al día. Había músico y
hasta baile cuando el mar lo permitía.
Pero el mar Rojo es muy caprichoso y con frecuencia proceloso, como todos los golfos
largos y estrechos. Cuando el viento soplaba de la costa de Asia o la de África, el "Mongolia",
de casco fusiforme tomado de través, sufría espantosos vaivenes. Las damas desaparecían
entonces; los pianos callaban; los cantos y las danzas cesaban a un tiempo. Y entretanto, a
pesar de la ráfaga y a pesar de las olas, el vapor, impelido por su poderosa máquina, corría sin
tardanza hacia el estrecho de Bab el-Mandeb.
¿Qué hacía Phileas Fogg durante aquel tiempo? ¿Pudiera creerse que siempre inquieto y
ansioso se preocupaba de los cambios de viento perjudiciales a la marcha del buque, de los
movimientos desordenados del oleaje que podían ocasionar un accidente a la maquina, en fin,
de todas las averías posibles que obligando al "Mongolia" a arribar a algún puerto hubiesen
comprometido el viaje?
De ningún modo; o si pensaba en estas eventualidades, no lo dejaba cuando menos traslucir.
Era siempre el hombre impasible, el miembro imperturbable del Reform-Club, a quien ningún
incidente o accidente podía sorprender. No parecía mucho más conmovido que el cronómetro
de a bordo. Raras veces se le veía sobre el puente. Poco cuidado te daba observar aquel Mar
Rojo, tan fecundo en recuerdos y teatro de las primeras escenas históricas de la humanidad.
No acudía a reconocer las curiosas poblaciones diseminadas por sus orillas y cuyos
pintorescos perfiles se destacaban de vez en cuando en el horizonte. Ni siquiera pensaba en
los peligros de aquel golfo, de que siempre han hablado con espanto los antiguos historiadores
Estrabón, Arriano, Artemidoro, Edris, en el cual no se aventuraban los navegantes
antiguamente sin haber consagrado su viaje con sacrificios propiciatorios.
¿Qué hacía entonces aquel hombre original encarcelado en el "Mongolia"? Hacía
primeramente sus cuatro comidas diarias, sin que nunca el cabeceo ni los vaivenes pudieran
desconcetar máquina tan maravillosamente organizada. Y después jugaba al whist.
Había encontrado compañeros para el juego tan rabiosamente aficionados como él; un
recaudador de impuestos que iba a Goa, un ministro, el reverendo Décimo Smith, que
regresaba a Bombay, y un brigadier general del ejército inglés, que se iba a reunir con su
cuerpo a Benarés. Estos tres personajes tenían por el whist igual pasión que mister Fogg, y
jugaban horas enteras con no menos silencio que él.
En cuanto a Picaporte, no le atacaba el mareo. Ocupaba un camarote de proa y comía
concienzudamente. Debemos decir que este viaje, hecho en tales condiciones, no le
disgustaba, y procuraba sacar partido de él. Bien mantenido, bien alojado, veía tierras, y por
otra parte tenía la esperanza de que esta broma acabaría en Bombay.
Al día siguiente de la salida de Suez, 29 de octubre, no dejó de darle gusto el encuentro que
hizo en el puente del obsequioso personaje a quien se había dirigido al desembarcar en
Egipto.
-No me engaño -le dijo al acercarse con amable sonrisa-; vos sois el caballero que fue tan
pacientemente en servin-ne de guía por las calles de Suez.
-En efecto -respondió el agente-. ¡Os reconozco! Sois el criado de ese inglés tan original...
-Precisamente, señor..
-Fix.
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