Picaporte había tomado a su amo por el cuello, y lo impelía con fuerza irresistible.
Phileas Fogg, así llevado, sin tener tiempo de reflexionar, salió de su casa, saltó en un cab,
prometió cien libras al cochero, y después de haber aplastado dos perros y atropellado cinco
coches, llegó al Reform-Club.
El reloj señalaba las ocho y cuarenta y cinco minutos cuando apareció en un gran salón.
¡Phileas Fogg había cumplido la vuelta al mundo en ochenta días!
¡Phileas Fogg había ganado la apuesta de veinte mil libras!
¿Y cómo, siendo tan exacto y minucioso, había podido cometer el error de un día? ¿Cómo
se creía en sábado 21 de diciembre, cuando había llegado a Londres en viernes 20, setenta y
nueve días después de su salida?
He aquí el motivo de este error. Es muy sencillo.
Phileas Fogg, sin sospecharlo, había ganado un día en su itinerario; y esto porque había
dado la vuelta al mundo yendo hacia Oriente, pues lo hubiera perdido yendo en sentido
inverso, es decir, hacia Occidente.
En efecto, marchando hacia Oriente, Phileas Fogg iba al encuentro del sol, y por
consiguiente, los días disminuían para él tantas veces cuatro minutos como grados recorría.
Hay 360 grados en la circunferencia, los cuales, multiplicados por cuatro minutos, dan
precisamente veinticuatro horas, es decir, el día inconscientemente ganado. En otros términos:
mientras que Phileas Fogg, marchando hacia Oriente, vio el sol pasar ochenta veces por el
meridiano, sus colegas de Londres no lo habían visto más que setenta y nueve. Por eso aquel
mismo día, que era sábado, y no domingo, como lo creía mister Fogg, lo esperaban los de la
apuesta en el salón del Reform-Club. Y esto es lo que el famoso reloj de Picaporte, que
siempre había conservado la hora de Londres, hubiera acusado, si al mismo tiempo que las
horas y minutos hubiese marcado los días.
Phileas Fogg había ganado, pues, las veinte mil libras; pero, como había gastado en el
camino unas diez y nueve mil, el resultado pecuniario no era gran cosa. Sin embargo, como se
ha dicho, el excéntrico gentleman no había buscado en esta apuesta más que la lucha y no la
fortuna. Y aun distribuyó las mil libras que le sobraban entre Picaporte y el desgraciado Fix,
contra quien era incapaz de conservar rencor. Sólo que, para formalidad, descontó a su criado
el precio de las mil novecientas horas de gas gastado por su culpa.
Aquella misma noche, mister Fogg, tan impasible y tan flemático como siempre dijo a
mistress Aouida:
-¿Os conviene aún el casamiento, señora?
-Mister Fogg -respondió mistress Aouida-, a mí es a quien toca haceros la pregunta.
Estabais arruinado, y ya sois rico...
-Dispensad, señora, esa fortuna os pertenece. Sin la idea de ese matrimonio, mi criado no
habría ido a casa del reverendo Samuel Wilson, no se hubiera descubierto el error, y...
-Mi querido Fogg --dijo la joven.
-Mi querida Aouida -respondió Phileas Fogg.
Bien se comprende que el casamiento se hizo cuarenta y ocho horas más tarde; y Picaporte,
engreído, resplandeciente, deslumbrador, figuró en él como testigo de la novia. ¿No la había
él salvado y no le debía esa honra?
Al día siguiente, al amanecer Picaporte llamó con estrépito a la puerta de su amo.
La puerta se abrió y apareció el impasible cabaltero.
-¿Qué hay, Picaporte?
-Lo que hay, señor, es que acabo de saber ahora mismo...
-¿Qué?
~-Que podíamos haber dado la vuelta al mundo en setenta y nueve días sólo.
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