cuando me ofrecieran tres mil novecientas noventa y nueve!
La manecilla señalaba entonces las ocho y cuarenta y dos minutos.
Los jugadores habían tomado las cartas, pero a cada momento su mirada se fijaba en el
reloj. Se puede asegurar que, cualquiera que fuese su seguridad, nunca les habían parecido tan
largos los minutos.
-Las ocho y cuarenta y tres --dijo Tomás Flanagan, cortando la baraja que le presentaba
Gualterio Ralph.
Hubo un momento de silencio. El vasto salón del club estaba tranquilo; pero afuera se oía la
algazara de la muchedumbre, dominada algunas veces por agudos gritos. El péndulo batía los
segundos con seguridad matemática. Cada jugador podía contar con las divisiones
sexagesimales que herían su oído.
-¡Las ocho y cuarenta y cuatro! --dijo John Suilivan, con una voz que descubría una
emoción involuntaria.
Un minuto nada más, y la apuesta estaba ganada. Andrés Stuart y sus compañeros ya no
jugaban. ¡Habían abandonado las cartas y contaban