cayó en la miseria tras gozar de una muy desahogada situación. Este hombre, de nombre Beaufort, era
de carácter orgulloso y altivo y se resistía a vivir en la pobreza y el olvido en el mismo país en el que,
con anterioridad, se le distinguiera por su categoría y riqueza. Habiendo, pues, saldado sus deudas en
la forma más honrosa, se retiró a la ciudad de Lucerna con su hija, donde vivió sumido en el
anonimato y la desdicha. Mi padre profesaba a Beaufort una auténtica amistad, y su reclusión en estas
desgraciadas circunstancias le afligió mucho. También sentía íntimamente la ausencia de su compañía,
y se propuso encontrarlo y persuadirlo de que, con su crédito y ayuda, empezara de nuevo.
Beaufort había tomado medidas eficaces para esconderse, y mi padre tardó diez meses en descubrir
su paradero. Entusiasmado con el descubrimiento, mi padre se apresuró hacia su casa situada en una
humilde calle cerca del Reuss. Pero al llegar sólo encontró miseria y desesperación. Beaufort no había
logrado salvar más que una pequeña cantidad de dinero de los despojos de su fortuna. Era suficiente
para sustentarlo durante algunos meses y, mientras tanto, esperaba encontrar un trabajo respetable con
algún comerciante. Así pues, pasó el intervalo inactivo; y, con tanto tiempo para reflexionar sobre su
dolor, se hizo más profundo y amargo y, al fin, se apoderó de tal forma de él, que tres meses después
estaba enfermo en cama, incapaz de realizar cualquier esfuerzo.
Su hija lo cuidaba con el máximo cariño, pero veía con desazón que su pequeño capital disminuía
con rapidez y que no había otras perspectivas de sustento. Pero Caroline Beaufort estaba dotada de una
inteligencia poco común; y su valor vino en su ayuda en la adversidad. Empezó a hacer labores
sencillas; trenzaba paja, y de diversas maneras consiguió ganar una miseria que apenas le bastaba para
sustentarse.
Así pasaron varios meses. Su padre empeoró, y ella cada vez tenía que emplear más tiempo en
atenderlo; sus medios de sustento menguaban. A los diez meses murió su padre dejándola huérfana e
indigente. Este golpe final fue demasiado para ella. Al entrar en la casa mi padre, la encontró
arrodillada junto al ataúd, llorando amargamente; llegó como un espíritu protector para la pobre
criatura, que se encomendó a él. Tras el entierro de su amigo, mi padre la llevó a Ginebra, confiándola
al cuidado de un pariente; y dos años después se casó con ella.
Cuando mi padre se convirtió en esposo y padre, las obligaciones de su nueva situación le ocupaban
tanto tiempo que dejó varios de sus trabajos públicos y se dedicó por entero a la educación de sus
hijos. Yo era el mayor y el destinado a heredar todos sus derechos y obligaciones. Nadie puede haber
tenido padres más tiernos que yo. Mi salud y desarrollo eran su constante o