comprensión y fantasía, me deleitaba cuidarla como a un animalillo predilecto. Nunca vi más gracia,
tanto personal como mental, ligada a mayor modestia.
Todos querían a Elizabeth. Si los criados tenían que pedir algo, siempre lo hacían a través de ella.
No conocíamos ni la desunión ni las peleas, pues aunque éramos muy diferentes de carácter, incluso en
esa diferencia había armonía. Yo era más tranquilo y filosófico que mi compañera, pero menos dócil.
Mi capacidad de concentración era mayor, pero no tan firme. Yo me deleitaba investigando los hechos
relativos al mundo en sí, ella prefería las aéreas creaciones de los poetas. Para mí el mundo era un
secreto que anhelaba descubrir, para ella era un vacío que se afanaba por poblar con imaginaciones
personales.
Mis hermanos eran mucho más jóvenes que yo; pero tenía un amigo entre mis compañeros del
colegio, que compensaba esta deficiencia. Henry Clerval era hijo de un comerciante de Ginebra,
íntimo amigo de mi padre, y un chico de excepcional talento e imaginación. Recuerdo que, cuando
tenía nueve años, escribió un cuento que fue la delicia y el asombro de todos sus compañeros. Su tema
de estudio favorito eran los libros de caballería y romances, y recuerdo que de muy jóvenes solíamos
representar obras escritas por él, inspiradas en estos sus libros predilectos, siendo los principales
personajes Orlando, Robin Hood, Amadís y San Jorge.
Juventud más feliz que la mía no puede haber existido. Mis padres eran indulgentes y mis
compañeros amables. Para nosotros los estudios nunca fueron una imposición; siempre teníamos una
meta a la vista que nos espoleaba a proseguirlos. Esta era el método, y no la emulación, que nos
inducía a aplicarnos. Con el fin de que sus compañeras no la dejaran atrás, a Elizabeth no se la
orientaba hacia el dibujo. Sin embargo, se dedicaba a él motivada por el deseo de agradar a su tía,
representando alguna escena favorita dibujada por ella misma. Aprendimos inglés y latín para poder
leer lo que en esas lenguas se había escrito. Tan lejos estaba el estudio de resultarnos odioso a
consecuencia de los castigos, que disfrutábamos con él, y nuestros entretenimientos constituían lo que
para otros niños hubieran sido pesadas tareas. Quizá no leímos tantos libros ni aprendimos lenguas tan
rápidamente como aquellos a quienes se les educaba conforme a los métodos habituales, pero lo que
aprendimos se nos fijó en la memoria con mayor profundidad.
Incluyo a Henry Clerval en esta descripción de nuestro círculo doméstico, pues estaba con nosotros
continuamente. Iba al colegio conmigo, y solía pasar la tarde con nosotros; pues, siendo hijo único y
encontrándose solo en su casa, a su padre le complacía que tuviera amigos en la nuestra. Por otro lado
nosotros tampoco estábamos del todo felices cuando Clerval estaba ausente.
Siento placer al evocar mi infancia, antes de que la desgracia me empañara la mente y cambiara esta
alegre visión de utilidad universal por tristes y mezquinas reflexiones personales. Pero al esbozar el
cuadro de mi niñez, no debo omitir aquellos acontecimientos que me llevaron, con paso inconsciente, a
mi ulterior infortunio. Cuando quiero explicarme a mí mismo el origen de aquella pasión que
posteriormente regiría mi destino, veo que arranca, como riachuelo de montaña, de fuentes poco nobles y casi olvidadas, engrosándose poco a poco hasta que se convierte en el torrente que ha arrasado
todas mis esperanzas y alegrías.
La filosofía natural es lo que ha forjado mi destino. Deseo, pues, en esta narración explicar las