qué sirve que ahora implore tu perdón? A ti, a quien destruí despiadadamente, arrebatándote todo lo
que amabas. ¡Está frío!; no puede contestarme.
Su voz se ahogaba; y mis primeros impulsos, que me inducían a la obligación de cumplir el último
deseo de mi amigo, y destrozar a aquel ser, se vieron frenados por una mezcla de curiosidad y
compasión. Me acerqué a esta extraña criatura; no me atrevía a mirarlo, pues había algo demasiado
pavoroso e inhumano en su fealdad. Traté de hablar, pero las palabras se me quedaron en los labios.
El monstruo seguía profiriendo exaltadas y confusas recriminaciones. Por fin logré dominarme y,
aprovechando una pausa en su agitado monólogo, dije:
––Tu arrepentimiento es ya superfluo. Si hubieras escuchado la voz, de la conciencia, y atendido a
los dardos del remordimiento, antes de llevar tu diabólica sed de venganza hasta este extremo,
Frankenstein seguiría vivo.
––¿Imagina me, respondió la infernal criatura–– que era insensible al dolor y al remordimiento?
El–– continuó, señalando el cadáver—, él no ha sufrido nada con la consumación del hecho; no ha
sufrido ni la milésima parte de angustia que yo durante el distendido proceso. Me impulsaba un
terrible egoísmo, a la par que el remordimiento me torturaba el corazón. ¿Piensa que los estertores
de Clerval eran música para mí? Tenía el corazón sensible al amor y la ternura; y cuando mis
desgracias me empujaron hacia el odio y la maldad, no soporté la violencia del cambio sin sufrir lo
que usted jamás podrá imaginar.
»Tras la muerte de Clerval regresé a Suma con el corazón destrozado. Sentía compasión por
Frankenstein,y mi piedad se fue tornando en horror, hasta tal punto que me aborrecía a mí mismo.
Pero al descubrir que él, el autor de mi existencia a la vez que de mis atroces desdichas, se atrevía a
esperar la felicidad; que, mientras por su culpa se acumulaban sobre mí tormentos y aflicciones, él
buscaba la satisfacción de sus sentimientos y pasiones, satisfacción que a mí me estaba vedada, una
envidia incontrolable y una punzante indignación me atenazaron con la insaciable sed de la
venganza. Recordé mi amenaza y decidí llevarla a cabo. Sabía que yo mismo me estaba preparando
una terrible tortura; pero me encontraba esclavo, no dueño, de un impulso que detestaba, pero no
podía desobedecer. Mas cuando ella murió, no experimenté ningún pesar. En lo inmenso de mi
desesperación, había conseguido desechar todos mis sentimientos y ahogar todos mis escrúpulos. A
partir de ahí, el mal se convirtió para mí en el bien. Llegado a este punto ya no tenía elección; adapté
mi naturaleza al estado que había escogido voluntariamente. El cumplimiento de mi diabólico
proyecto se convirtió en una pasión dominante. Y ahora se ha terminado, ¡ahí yace mi última víctima!
Al principio la narración de sus sufrimientos me conmovió, pero cuando recordé lo que
Frankenstein me había dicho respecto de su elocuencia y poder de persuasión, y vi ante mí el cuerpo
inanimado de mi amigo, sentí cómo revivía en mí la indignación.
¡Miserable! ––grité––, ¿ahora vienes a lamentarte de la desolación que has creado? Lanzas una
antorcha encendida en medio de los edificios y, cuando han ardido, te sientas a llorar entre las
ruinas. ¡Engendro hipócrita!, si aún viviera éste a quien lloras, volvería a ser el objeto de tu maldita
venganza. ¡No es pena lo que sientes!; sólo gimes porque la víctima de tu maldad escapó ya a tu
poder.
––No; no es así ––me interrumpió el engendro—. Aunque esa debe ser la impresión que le causan
mis actos. No intento despertar su simpatía; jamás encontraré comprensión. Cuando primero traté de
hallarla, quise compartir el amor por la virtud, el sentimiento de felicidad y ternura que me llenaba el
corazón. Pero ahora que esa virtud es tan sólo un recuerdo, y la felicidad y ternura se han convertido
en amarga y odiosa desesperación, ¿dónde debo buscar comprensión? Me avengo a sufrir en soledad,
mientras duren mis desgracias; y acepto que, cuando muera, el odio y el oprobio acompañen mi
recuerdo. Tiempo atrás mi imaginación se colmaba de sueños de virtud, fama y placer. Antaño esperé
ingenuamente encontrarme con seres que, obviando mi aspecto externo, me quisieran por las
excelentes cualidades que llevaba dentro de mí. Me nutría de elevados pensamientos de honor y
devoción. Pero ahora la maldad me ha degradado, y soy peor que las más despreciables alimañas. No
hay crimen, maldad, perversidad, comparables a los míos. Cuando repaso la horrenda sucesión de
mis crímenes, no puedo creer que soy el mismo cuyos pensamientos estaban antes llenos de imágenes
sublimes y trascendentales, que hablaban de la hermosura y la magnificencia del bien. Pero es así; el
ángel caído se convierte en pérfido demonio. Pero incluso ese enemigo de Dios y de los hombres tenía
amigos y compañeros en su desolación; yo estoy completamente solo.
»Usted, que llama a Frankenstein su amigo, parece tener conocimiento d