corazón! Cálidas lágrimas brotaron de mis ojos, aunque las enjuagué con rapidez para que no me
hicieran perder de vista aquella infame criatura; pero las ardientes gotas seguían nublándome la visión
y, finalmente, bajo la emoción que me embargaba, prorrumpí en llanto.
No era éste momento para entretenerme; desaté los arneses del perro muerto, di de comer a los
restantes en abundancia y, tras descansar una hora, lo cual era imprescindible, aunque estaba inquieto
por continuar, proseguí mi camino. Aún veía el trineo en la lejanía; no volví a perderlo de vista,
excepto cuando algún saliente de las rocas de hielo lo ocultaba. Iba ganándole terreno; y cuando, al
cabo de dos días, me encontré a menos de una milla de mi enemigo, temí que el corazón me estallara
de alegría.
Pero, justo entonces, cuando estaba a punto de darle alcance, mis esperanzas se vieron de pronto
truncadas, y perdí todo rastro de él. Empecé a oír el bramido del mar; las olas se abatían furiosamente
bajo la capa de hielo, y notaba cómo se henchían y se hacían más amenazadoras y terribles. En vano
intenté proseguir. El viento se levantó; el mar rugía; y, como con la tremenda sacudida de un
terremoto, se abrió el hielo con un ruido atronador. Pronto concluyó todo; en pocos minutos, un
agitado mar me separó de mi enemigo, y me hallé flotando sobre un témpano de hielo, que menguaba
por momentos y me preparaba una horrenda muerte.
Así pasaron horas terribles; murieron varios de mis perros; y yo estaba a punto de sucumbir, cuando
divisé su navío, que navegaba sujeto por el ancla y me devolvió la esperanza de vivir. Ignoraba que los
barcos se aventuraran tan al norte y me sorprendió verlo; rápidamente destruí una parte de mi trineo
para hacer con él unos remos y así pude, con enorme esfuerzo, acercar mi improvisada balsa hacia el
barco. Había decidido que, caso de que ustedes se dirigieran hacia el sur, me encomendaría a la
clemencia de los mares antes que desistir de mi propósito. Esperaba poder convencerlo de que me
diera un bote con el cual pudiera aún perseguir a mi enemigo. Pero iban hacia el norte. Me subieron a
bordo cuando mis fuerzas estaban ya agotadas, y cuando mis múltiples desgracias me arrastraban hacia
una muerte que aún no deseo, pues mi tarea está inconclusa.
¿Cuándo me permitirán gozar del descanso que tanto anhelo los espíritus que me guían hacia el
infame ser?; ¿o es que yo debo morir y él sobrevivirme? Si así fuere, júreme Walton, que no lo dejará
escapar; júreme que usted lo acosará, y llevará a cabo mi venganza dándole muerte. ¿Pero puedo
pedirle que asuma mi peregrinación, que sufra las penurias que yo he pasado? No; no soy tan egoísta.
Pero, cuando yo haya muerto, si él apareciese, si los dioses de la venganza lo condujeran ante usted,
júreme que no vivirá; júreme que no triunfará sobre mis desgracias, y que no podrá hacer a otro tan
desgraciado como me hizo a mí. Es elocuente y persuasivo; incluso una vez logró enternecerme el
corazón; pero desconfíe de él. Tiene el alma tan inmunda como las facciones, y repleta de maldad y
traición. No lo escuche; invoque a William, Justine, Clerval, Elizabeth, mi padre y al infeliz Víctor, y
húndale la espada en el corazón. Yo me encontraré a su lado para dirigir el acero.
Prosigue la narración de WALTON
26 de agosto de 17...
Has leído este extraño e impresionante relato, Margaret; ¿no sientes que, como a mí aún ahora, se
te hiela la sangre en las venas? Había veces en que el sufrimiento lo vencía, y no podía continuar su
narración; otras, con voz entrecortada y conmovedora, pronunciaba con dificultad las palabras tan
repletas de dolor. A veces los ojos hermosos y expresivos le brillaban con indignación; otras, el dolor
los apagaba y llenaba de tristeza. A veces podía controlar sus sentimientos y palabras y narraba los
más horrendos sucesos con voz serena, suprimiendo toda señal de agitación; pero de pronto, como un
volcán en erupción, su rostro tomaba una expresión de fiereza, y, lanzaba mil insultos contra su
perseguidor.
La historia es coherente y la ha contado con la naturalidad que da la verdad más sencilla; pero te
confieso que las cartas de Félix y Safie, que me enseñó, y la visión del monstruo que tuvimos desde el
barco, me convencieron más que todas sus afirmaciones, por muy coherentes y convincentes que
parecieran. No tengo ninguna duda, pues, de que existe semejante monstruo; pero sin embargo estoy
lleno de asombro y admiración. He intentado que Frankenstein me cuente en detalle la creación del
ser; pero sobre este punto permaneció inescrutable.
¿Está usted loco, amigo mío? ––me contestó—. ¿Hasta dónde le va a llevar su absurda curiosidad?
¿Es que quiere crear, también, un ser diabólico, enemigo suyo y del mundo? Si no, ¿a dónde quiere ir
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