Había comenzado el juramento en tono solemne, y con un fervor, que me hizo pensar que los
espíritus de mis familiares asesinados escuchaban y aprobaban mi devoción; pero así que concluí, las
Furias se apoderaron de mí, y la ira ahogaba mis palabras.
Desde la profunda quietud de la noche, me llegó entonces una estruendosa y diabólica carcajada.
Resonó en mis oídos larga y dolorosamente; los montes me devolvieron su eco, y sentí que el infierno
me rodeaba burlándose y riéndose de mí. En aquel momento, de no ser porque aquello significaba que
mi juramento había sido escuchado y que me aguardaba la venganza, me hubiera dejado dominar por
el frenesí y hubiera acabado con mi existencia miserable. La carcajada se fue extinguiendo, y una voz,
familiar y aborrecida, me susurró con claridad, cerca del oído:
––¡Estoy satisfecho, miserable criatura! Has decidido vivir, y eso me satisface.
Corrí hacia el lugar de donde procedía el sonido, pero aquel demonio me eludió. De pronto salió la
luna, iluminando su horrenda y deforme silueta, que se alejaba con velocidad sobrenatural.
Lo perseguí; y desde hace varios meses ese es mi objetivo. Siguiendo una vaga pista, recorrí el curso
del Ródano, pero en vano; hasta llegar a las azules aguas del Mediterráneo. Casualmente, una noche vi
cómo el infame ser abordaba y se escondía en un bajel con destino al Mar Negro. Zarpé en el mismo
barco; pero escapó, ignoro cómo.
Aunque continuaba esquivándome, seguí sus pasos por las estepas de Tartaria y de Rusia. A veces,
campesinos, atemorizados por su horrenda aparición, me informaban de la dirección que había
tomado; otras, él mismo, temeroso de que si perdía toda esperanza me desesperara y muriera, dejaba
tras de sí algún indicio para que me guiara. Cuando cayeron las nieves, hallé en la llanura la huella de
su gigantesco pie. Para usted, que se encuentra comenzando la vida, que desconoce el sufrimiento y el
dolor, es imposible saber lo que he padecido y aún padezco. El frío, el hambre y la fatiga eran los
males menores que hube de aguantar; me maldijo un demonio, y llevo un infierno dentro de mí; sin
embargo, algún espíritu bueno siguió y dirigió mis pasos, y me libraba de pronto de dificultades
aparentemente insalvables. A veces, cuando vencido por el hambre me encontraba ya exhausto,
encontraba en el desierto una comida reparadora que me devolvía las energías y me prestaba de nuevo
aliento; eran alimentos toscos, del tipo que tomaban los campesinos de la región, pero no dudo de que
los había depositado allí el espíritu que había invocado en mi ayuda. Muchas veces, cuando todo
estaba seco, el cielo despejado y yo me encontraba sediento, aparecía una pequeña nube en el
firmamento que, tras dejar caer algunas gotas para reavivarme, desaparecía.
Cuando podía, seguía el curso de los ríos; pero el infame engendro solía evitarlos por ser los lugares
más poblados por los habitantes del país. En los lugares donde encontraba pocos seres humanos me
alimentaba de los animales salvajes que se cruzaban en mi camino. Tenía dinero, y me, ganaba las
simpatías de los campesinos distribuyéndolo, o repartiendo, entre aquellos que me habían permitido el
uso de su fuego y utensilios de cocina, la caza que, tras separar la porción que destinaba a mi alimento,
me sobraba.
Esta vida me asqueaba, y únicamente mientras dormía saboreaba algo de alegría. ¡Bendito sueño! A
menudo, encontrándome en el límite de mi angustia, me tendía a dormir, y los sueños me
proporcionaban la ilusión de felicidad. Los espíritus que velaban por mí me deparaban estos
momentos, mejor dicho, estas horas de felicidad, a fin de que pudiera retener las fuerzas suficientes
para proseguir mi peregrinación. De no ser por este respiro, hubiera sucumbido bajo mis angustias.
Durante el día, me mantenía y animaba la perspectiva de la noche, pues en mis sueños veía a mis
familiares, a mi esposa y a mi amado país; veía de nuevo la bondadosa faz de mi padre, oía la
cristalina voz de Elizabeth y encontraba a Clerval rebosante de salud y juventud.
Muchas veces, extenuado por una caminata agotadora, intentaba convencerme mientras andaba de
que estaba soñando y que cuando llegara la noche despertaría a la realidad en brazos de los míos. ¡Qué
punzante cariño sentía hacia ellos!; ¡cómo me aferraba a sus queridas siluetas, cuan