No dudo de que ronda el lugar en el que yo me encuentro. Y caso de haberse refugiado en los Alpes;
se le puede dar caza como si fuera una gamuza y destruirlo como a una bestia feroz.
Pero leo su pensamiento; no cree mi relato, y no tiene la intención de perseguir a mi enemigo y
aplicarle el castigo que merece.
Al hablar, tenía los ojos encendidos de cólera, y el magistrado se asustó.
––Está usted equivocado ––dijo—. Haré todo lo que esté en mi mano y, si logro capturar al
monstruo,, sepa que será castigado de acuerdo con sus crímenes. Pero temo, por lo que usted mismo ha
descrito sobre su resistencia, que esto resulte imposible, y que a la par que se toman las medidas
necesarias, usted se debería resignar al fracaso.
––Eso no es posible; pero nada de lo que diga puede servirme de mucho. Mi venganza no es de su
incumbencia; y sin embargo, aunque reconozca en ello un vicio, le confieso que es la única y
devoradora pasión de mi espíritu. Mi ira no tiene límites, cuando pienso que el asesino, que lancé entre
la sociedad, sigue con vida. Me niega usted mi justa petición: me queda un único camino, y desde
ahora me dedicaré, vivo o muerto, a conseguir su destrucción.
Temblaba al decir esto; mi actitud debía rezumar aquel mismo frenesí y altivo fanatismo que se dice
tenían los antiguos mártires. Pero para un magistrado ginebrino, cuyos pensamientos están muy lejos
de los ideales y heroísmos, esta grandeza de espíritu debía asemejarse mucho a la locura. Intentó
apaciguarme como haría una niñera con una criatura, y achacó mi relato a los efectos del delirio.
––¡Mortal! ––exclamé––, está endiosado con su sabiduría, mas cuánta ignorancia demuestra.
¡Calle!; no sabe lo que dice.
Salí de la casa tembloroso e iracundo, y me retiré a pensar en otros medios de acción.
Capítulo 7
Mi estado era tal que no lograba controlar voluntariamente el pensamiento. Me inundaba la ira, y
sólo el deseo de venganza me proporcionaba fuerza y comedimiento, reprimía mis sentimientos y me
permitía estar sereno y calculador en momentos en que, de otro ––modo, me hubiera abandonado al
delirio y a la muerte. Mi primera decisión fue abandonar Ginebra para siempre; mis desgracias
hicieron que aborreciese la patria que tan intensamente había amado cuando era feliz y querido. Me
hice con una importante cantidad de dinero, y algunas joyas que habían pertenecido a mi madre, y
partí.
Y aquí empezó una peregrinación que sólo con mi muerte terminará. He recorrido una inmensa parte
del mundo, y he sufrido todas las penurias que suelen tener que afrontar los viajeros en los desiertos y
en las tierras salvajes. Apenas sé cómo he sobrevivido; con frecuencia me he tendido desfallecido
sobre la arena, rogando que me sobreviniera la muerte. Pero las ansias de venganza me mantenían
vivo; no me atrevía a morir si mi enemigo continuaba con vida.
Al abandonar Ginebra, mi primer quehacer fue encontrar algún indicio que me permitiera seguir los
pasos de mi infame enemigo. Pero estaba desorientado, y anduve por la ciudad durante muchas horas
dudando sobre q