Padre, ¡qué poco me conoces! le dije. Es verdad que el ser humano, sus sentimientos y sus pasiones
se verían humillados si un desgraciado como yo pecara de soberbia. La pobre e infeliz Justine era tan
inocente como yo, y fue culpada de lo mismo; murió acusada de un acto que no había cometido; yo fui
el culpable, yo la asesiné. William, Justine y Henry..., ;los tres murieron a manos mías.
Durante mi encarcelamiento, mi padre me había oído hacer esta afirmación con frecuencia y, cuando
me oía hablar así, a veces parecía desear una explicación; otras, tomaba mis palabras como
ocasionadas por la fiebre, pensando que durante la enfermedad se me había ocurrido esta idea, cuyo
recuerdo mantenía incluso durante la convalecencia. Yo evitaba las explicaciones, y guardaba silencio
respecto del engendro que había creado. Tenía el presentimiento de que me tacharía de loco, lo cual
me impediría darle una posible explicación, si bien hubiera dado un mundo por poder confiarle el
funesto secreto.
En esta ocasión, y con profunda sorpresa, mi padre me preguntó:
––¿Qué quieres decir, Víctor?, ¿estás loco? Mi querido hijo, te ruego que no vuelvas a decir
semejante cosa.
––No estoy loco ––grité con vehemencia—. El sol y la luna, que han presenciado mis operaciones,
pueden atestiguar lo que digo. Soy el asesino de esas víctimas inocentes; murieron a causa de mis
maquinaciones. Mil veces habría derramado mi propia sangre, gota a gota, si así hubiera podido salvar
sus vidas; pero no podía, padre, no podía sacrificar a toda la humanidad.
Mis últimas palabras convencieron a mi padre de que tenía las ideas trastornadas, y al instante
cambió el tema de nuestra conversación, intentando desviar así mis pensamientos. Deseaba borrar de
mi memoria las escenas que habían tenido lugar en Irlanda, y ni aludía a ellas ni me permitía hablar de
mis desgracias. A medida que pasaba el tiempo me fui tranquilizando; la pesadumbre seguía bien
asentada en mi corazón, pero ya no hablaba de mis crímenes de forma incoherente; me bastaba tener
conciencia de ellos. Mediante la más atroz represión, acallé la imperiosa voz de la amargura, que a
veces ansiaba confiarse al mundo entero. También mi comportamiento se hizo más tranquilo y
moderado de lo que había sido desde mi viaje al mar de hielo. Llegamos a El Havre el 8 de mayo, y
proseguimos de inmediato a París, donde mi padre tenía que atender unos asuntos que nos detuvieron
unas semanas. En esta ciudad, recibí la siguiente carta de Elizabeth.
A VÍCTOR FRANKENSTEIN
Mi queridísimo amigo:
Me dio mucha alegría recibir de mi tío una carta fechada en París; ya no estáis a una distancia tan
tremenda y puedo abrigarla esperanza de veros antes de quince días. ¡Mi pobre primo, cuánto debes
haber sufrido! Me figuro que vendrás aún más enfermo que cuando te fuiste de Ginebra. El invierno
ha sido triste, pues me turbaba la angustia de la incertidumbre; no obstante espero verte con el
semblante tranquilo y el ánimo no del todo desprovisto de paz y serenidad.
Temo, sin embargo, que aún existen en ti los mismos sentimientos que tanto te atormentaban hace
un año, quizá incluso avivados por el tiempo. No quisiera importunarte en estos momentos, cuando
pesan sobre ti tantas desgracias; pero una conversación mante