no pude por menos de suponer que quizá lamentaras nuestra relación y te creyeras obligado por el
honor a cumplir los deseos de tus padres, aunque se opusieran á tus inclinaciones. Pero es éste un
razonamiento falso. Confieso, primo mío, que te quiero, y que en mis etéreos sueños de futuro tú
siempre has sido mi constante amigo y compañero. Pero es tu felicidad la que deseo tanto como la
mía, cuando te digo que nuestro matrimonio me haría desgraciada para siempre si no respondiera a
tu propia elección. Lloro de pensar que, abrumado como te encuentras por tus cruelísimas desdichas,
ahogaras, debido a tu idea del honor, toda esperanza de amor y felicidad que son lo único que puede
hacer que te repongas. Quizá sea precisamente yo, que te amo tanto, la que esté incrementando mil
veces tus sufrimientos, al ser obstáculo para la realización de tus deseos. Víctor, ten la seguridad de
que tu prima y compañera de juegos te quiere con demasiada sinceridad como para que esta
posibilidad no la entristezca. Sé feliz, amigo mío; y si acatas ésta mi única petición, ten la seguridad
de que nada en el mundo perturbará mi tranquilidad.
No dejes que esta carta te preocupe; no contestes ni mañana ni pasado, ni siquiera antes de tu
vuelta si ello te va a resultar doloroso. Mi tío me informará de tu salud; y si al encontrarnos veo en
tus labios una sonrisa, que se deba a mi actual esfuerzo, no pediré mayor recompensa.
ELIZABETH LAVENZA
Ginebra, 18 de marzo de 17...
Esta carta me trajo a la memoria algo que había olvidado: la amenaza del bellaco: «Estaré a tu lado
en tu noche de bodas.» Esta era mi sentencia, y esa noche aquel demonio desplegaría todas sus artes
para destruirme y arrancarme el atisbo de felicidad que prometía, en parte, compensar mis
sufrimientos. Esa noche había decidido terminar sus crímenes con mi muerte. ¡Que así fuera!; tendría
entonces lugar un combate a muerte, tras el cual, si él vencía, yo hallaría la paz, y el poder que ejercía
sobre mí acabaría. Si lo derrotaba, sería un hombre libre. Pero, ¿qué libertad tendría?; la del campesino
que, asesinada su familia ante sus ojos, quemada su casa, destrozadas sus tierras, vaga sin hogar, sin
recursos y solo, pero libre. Tal sería mi libertad, sólo que en Elizabeth poseía un tesoro, por desventura
contrarrestado por los horrores del remordimiento que me perseguirían hasta la muerte. ¡Dulce y
adorable Elizabeth! Leí y releí su carta, y noté cómo ciertos sentimientos de ternura se adueñaban de
mi corazón y osaban susurrarme idílicas promesas de amor y felicidad; pero la manzana había sido
mordida, y el brazo del ángel se armaba para privarme de toda esperanza. Sin embargo, estaba
dispuesto a morir por conseguir la felicidad de Elizabeth. Si el monstruo llevaba a cabo su amenaza, la
muerte sería inevitable. Recapacitaba sobre el hecho de que mi matrimonio acelerara mi sino.
Ciertamente mi destrucción se adelantaría así algunos meses; pero, por otra parte, si mi verdugo
llegaba a sospechar que, influido por su amenaza, demoraba la ceremonia, urdiría otro medio de
venganza quizá aún más terrible. Había jurado estar a mi lado en mi noche de bodas, pero esta
amenaza no le obligaba a mantener entretanto la paz. ¿Acaso no había asesinado a Clerval inmediatamente después de nuestra conversación, como para indicarme que aún no estaba saciada su sed de
sangre?
Decidí, por tanto, que si el inmediato matrimonio con mi prima iba a suponer la felicidad de
Elizabeth y la de mi padre, las intenciones de mi adversario de acabar con mi vida no lo retrasarían ni
una hora.
En este estado de ánimo escribí a Elizabeth. Mi carta era afectuosa y serena. «Temo, amada mía ––
escribí––, que no es mucha la felicidad que nos resta en este mundo; sin embargo en ti se centra toda la
que pueda un día disfrutar. Aleja de tu pensamiento tus infundados temores; a ti, y sólo a ti consagro
mi vida y mis esperanzas de consuelo. Tengo un solo secreto, Elizabeth, un secreto tan terrible que
cuando te lo revele se te helará la sangre; entonces, lejos de sorprenderte ante mis sufri mientos, te
admirarás de que haya podido soportarlos. Te comunicaré esta historia de horrores y desgracias el día
siguiente a nuestra boda, pues debe reinar entre nosotros, mi queridísima prima, una absoluta
confianza. Pero hasta ese momento te ruego que no lo menciones o hagas alusión alguna a el