El ruido despertó a una anciana que dormía en una silla junto a mí. Era una enfermera contratada,
esposa de uno de los cancerberos, y su rostro demostraba todos los defectos que a menudo caracterizan
a esas personas. Tenía las facciones duras y toscas como aquellos que se han acostumbrado a ver la
miseria sin conmoverse. Su tono de voz denotaba una total indiferencia; me habló en inglés, y me
pareció reconocerla como la que había oído durante mi enfermedad.
¿Está usted mejor? ––me preguntó.
––Creo que sí––le contesté débilmente en inglés––. Pero si todo esto es cierto, si no es una
pesadilla, lamento volver a la vida para sufrir esta angustia y este horror.
––Si se refiere a lo del hombre que asesinó ––continuó la anciana––, creo que sí, que más le valdría
haber muerto, pues no tendrán ninguna compasión con usted. Lo ahorcarán cuando lleguen las
próximas sesiones. Pero eso no es asunto mío. Me han encargado de cuidarlo y sanarlo, y tengo la
conciencia tranquila porque he cumplido con mi obligación. ¡Ojalá todos hicieran lo mismo!
Asqueado, volví el rostro ante las palabras de la mujer, que podía hablar tan inhumanamente a
alguien que acaba de escapar de la muerte. Pero estaba muy débil y no podía reflexionar bien sobre
todo lo que había sucedido. Mi vida entera se me aparecía como una pesadilla; me preguntaba si todo
aquello era cierto, pues los hechos nunca conseguían imponérseme con la fuerza de la realidad.
A medida que las borrosas imágenes que me envolvían se iban haciendo más precisas, me volvió la
fiebre; estaba rodeado de una oscuridad que nadie disipaba con la dulce voz del afecto; no tenía junto a
mí a nadie que me tendiera una mano. Vino el médico y me recetó unas medicinas, que la anciana se
dispuso a preparar; pero el rostro del primero reflejaba una expresión de total desinterés, mientras que
en el de la mujer se apreciaban claros síntomas de brutalidad ¿A quién podría incumbirle la suerte de
un asesino, salvo al verdugo que cobraría por su trabajo?
Estos fueron mis primeros pensamientos; pero más tarde supe que el señor Kirwin había mostrado
gran amabilidad para conmigo. Había ordenado que se me instalara en la mejor celda de la prisión
(aunque bien sórdida era), y se había encargado de procurarme el médico y la enfermera. Cierto que no
solía venir a visitarme; pues, aunque deseaba mitigar los sufrimientos de todo ser humano, no quería
presenciar las angustias y delirios de un asesino. Venía de vez en cuando, para comprobar que no
estaba desatendido; pero se quedaba poco, y espaciaba mucho sus visitas.
Un día, cuando empezaba a recobrarme, me sentaron en una silla. Ténía los ojos entornados y las
mejillas pálidas, me invadían la tristeza y el abatimiento y pensaba si no sería mejor buscar la muerte
antes que permanecer encerrado o, en el mejor de los casos, volver a un mundo repleto de desgracias.
Consideré incluso si no sería mejor declararme culpable y sufrir, con más razón que Justine, el castigo
de la ley. Me encontraba pensando en esto, cuando se abrió la puerta y entró el señor Kirwin. Su rostro
denotaba amabilidad y compasión. Acercó una silla y me dijo en francés:
––Me temo que este lugar le resulte muy desagradable; puedo hacer algo para que se encuentre más
cómodo?
––Se lo agradezco ––respondí––; pero la comodidad no me preocupa: no hay en toda la Tierra nada
que me pueda hacer la vida más grata.
––Sé que la comprensión de un extraño poco puede ayudar a alguien hundido por tan insólita
desgracia. Pero confío en que pronto podrá abandonar este lóbrego lugar, pues indudablemente se
podrán aportar pruebas que le eximan de culpa.
––Eso es algo qué no me preocupa: debido a una extraña cadena de acontecimientos, me he
convertido en el más infeliz de los mortales. Perseguido y atormentado como estoy, ¿existe alguna
razón para que tema a la muerte?
––En efecto, pocas cosas habrá más desafortunadas y penosas que las extrañas coincidencias que
han ocurrido recientemente. De forma accidental vino a parar a esta costa, famosa por su hospitalidad;
fue detenido inmediatamente y culpado de asesinato. La primera cosa que le obligamos a ver fue el
cadáver de su amigo, asesinado de forma inexplicable, y puesto en su camino por algún criminal.
Esta observación del señor Kirwin, a pesar de la agitación que me produjo el recuerdo de mis
sufrimientos, me sorprendió considerablemente por la información que parecía entrañar respecto a mí.
Mi rostro debió reflejar esta sorpresa, porque el señor Kirwin se apresuró a añadir:
––Hasta un par de días después de que cayera enfermo, no se me ocurrió examinar sus ropas con el
fin de descubrir algún dato que me permitiera enviar a sus familiares noticias de su enfermedad.
Encontré varias cartas, y entre ellas una que, a juzgar por el encabezamiento, era de su padre. Escribí
de inmediato a Ginebra, y desde entonces han transcurrido casi dos meses. Pero está usted enfermo;
tiembla. Hay que evitarle cualquier emoción.
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