La primera parte de esta declaración carecía de todo interés para mí; pero cuando oí mencionar la
huella de los dedos, recordé el asesinato de mi hermano, y me inquieté en extremo; me temblaban las
piernas y se me nubló la vista, de manera que tuve que .apoyarme en una silla. El magistrado me
observaba con atención, e indudablemente extrajo de mi actitud una impresión desfavorable.
El hijo corroboró la declaración de su padre; pero cuando llamaron a Daniel Nugent juró
solemnemente que, justo antes de que tropezara su cuñado, había visto a poca distancia de la playa una
barca en la que iba un hombre solo; y por lo que había podido ver a la luz de las pocas estrellas, era la
misma barca de la cual yo acababa de desembarcar.
Una mujer declaró que vivía cerca de la playa, y que, una hora antes de conocer el hallazgo del
cadáver, se hallaba esperando a la puerta de su casa la llegada de los pescadores, cuando vio una barca
manejada por un solo hombre, que se alejaba de aquella parte de la orilla donde luego se encontró el
cadáver.
Otra mujer confirmó que, en efecto, los pescadores habían llevado el cuerpo a su casa y que aún no
estaba frío. Lo tendieron sobre una cama y lo friccionaron, mientras Daniel iba al pueblo en busca del
boticario, pero no pudieron reanimarlo.
Preguntaron a varios otros hombres sobre mi llegada, y todos coincidieron en que, con el fuerte
viento del norte que había soplado durante la noche, era muy probable que no hubiera podido controlar
la barca y me hubiera visto obligado a volver al mismo lugar de donde había partido. Además,
afirmaron que parecía como si hubiera traído el cuerpo desde otro lugar y que, al desconocer la costa,
me hubiera dirigido al puerto ignorando la poca distancia que separaba el pueblo de... del sitio donde
había abandonado el cadáver.
El señor Kirwin, al oír estas declaraciones, ordenó que se me condujera a la habitación donde habían
depositado el cadáver hasta que se enterrara. Quería observar la impresión que me produciría el verlo.
Probablemente esta idea se le había ocurrido al observar la gran agitación que había demostrado
cuando oí la forma en que se había cometido el asesinato. Así pues, el magistrado y varias otras
personas me condujeron hasta la posada. No podía dejar de extrañarme ante las numerosas
coincidencias que habían tenido lugar esa fatídica noche; pero, como recordaba que alrededor de la
hora en que había sido descubierto el cadáver había estado hablando con los habitantes de la isla en la
que vivía, estaba muy tranquilo en cuanto a las consecuencias que aquel asunto pudiera tener.
Entré en el cuarto donde estaba el cadáver y me acerqué al ataúd. ¿Cómo describir mis sensaciones
al verlo? Aún ahora el horror me hiela la sangre, y no puedo recordar aquel terrible momento sin un
temblor que me evoca vagamente la angustia que sentí al reconocer el cadáver. El juicio, la presencia
del magistrado y los testigos, todo se me esfumó como un sueño cuando vi ante mí el cuerpo inerte de
Henry Clerval. Me faltaba el aliento y, arrojándome sobre su cuerpo, exclamé:
¿También a ti, mi querido Henry, te han costado la vida mis criminales maquinaciones? Ya he
destruido a dos; otras víctimas aguardan su destino, ¡pero tú, Clerval, mi amigo, mi consuelo ...
No pude soportar más el tremendo sufrimiento, y preso de violentas convulsiones me sacaron de la
habitación.
A esto siguió una fiebre. Durante dos meses estuve al borde de la muerte. Como supe más tarde,
deliraba de forma terrible; me acusaba de las muertes de William, Justine y Clerval. A veces suplicaba
a los que me atendían que me ayudaran a destruir al diabólico ser que me atormentaba; otras notaba los
dedos del monstruo en mi garganta y gritaba aterrorizado. Por fortuna, como hablaba en mi lengua
natal, sólo me entendía el señor Kirwin. Pero mis aspavientos y gritos agudos bastaban para asustar a
los demás.
¿Por qué no morí entonces? Era el más desdichado de los hombres, ¿por qué, pues, no me hundí en
el olvido y el descanso? La muerte arrebata a muchas criaturas sanas, que son la única esperanza de
sus embelesados padres: ¡cuántas novias y jóvenes amantes estaban un día llenos de salud y esperanza
y al siguiente eran pasto de los gusanos y la descomposición! ¿De qué sustancia estaba hecho yo para
soportar tantas pruebas que, como el continuo girar de la rueda, iban renovando las torturas?
Pero estaba condenado a vivir, y, pasados dos meses, me encontré, como si saliera de un sueño, en la
cárcel, tumbado en un miserable jergón y rodeado de cancerberos, guardias y todo aquello que de
siniestro acompaña a una mazmorra. Recuerdo que desperté una mañana; había olvidado los detalles
de lo ocurrido, y tenía sólo el vago recuerdo de haber sufrido una tremenda desgracia. Pero cuando
miré a mi alrededor y vi las ventanas enrejadas y la miseria del cuarto en que me hallaba, todo se me
vino a la mente, y no pude reprimir un amargo gemido.
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