como el lugar donde más fácilmente encontraría alimento. Afortunadamente llevaba dinero conmigo.
Al doblar el promontorio vi ante mí un pequeño y aseado pueblo y un buen puerto en el que entré con
el corazón rebosante de alegría tras mi inesperada salvación.
Mientras me ocupaba en atracar la barca y arreglar las velas, varias personas se aglomeraron a mi
alrededor. Parecían muy sorprendidas por mi aspecto, pero en lugar de ofrecerme su ayuda
murmuraban entre ellos y gesticulaban de una manera que, en otras circunstancias, me hubiera
alarmado. Pero en aquel momento sólo advertí que hablaban inglés, y, por tanto, me dirigí a ellos en
ese idioma.
––Buena gente dije––, ¿tendrían la bondad de decirme el nombre de este pueblo e indicarme dónde
me encuentro?
––¡Pronto lo sabrá! contestó un hombre con brusquedad––. Quizá haya llegado a un lugar que no le
guste demasiado; en todo caso le aseguro que nadie le va a consultar acerca de dónde querrá usted
vivir.
Me sorprendió enormemente recibir de un extraño una respuesta tan áspera; también me desconcertó
ver los ceñudos y hostiles rostros de sus compañeros.
––¿Por qué me contesta con tanta rudeza? ––le pregunté––: no es costumbre inglesa el recibir a los
extranjeros de forma tan poco hospitalaria.
––Desconozco las costumbres de los ingleses ––respondió el hombre––; pero es costumbre entre los
irlandeses el odiar a los criminales.
Mientras se desarrollaba este diálogo la muchedumbre iba aumentando. Sus rostros demostraban una
mezcla de curiosidad y cólera, que me molestó e inquietó. Pregunté por el camino que llevaba a la
posada; pero nadie quiso responderme. Empecé entonces a caminar, y un murmullo se levantó de entre
la muchedumbre que me seguía y me rodeaba. En aquel momento se acercó un hombre de aspecto
desagradable y, cogiéndome por el hombro, dijo:
––Venga usted conmigo a ver al señor Kirwin. Tendrá que explicarse.
––¿Quién es el señor Kirwin? ¿Por qué debo explicarme?, ¿no es éste un país libre?
––Sí, señor; libre para la gente honrada. El señor Kirwin es el magistrado, y usted deberá explicar la
muerte de un hombre que apareció estrangulado aquí anoche.
Esta respuesta me alarmó pero pronto me sobrepuse. Yo era inocente y podía probarlo fácilmente;
así que seguí en silencio a aquel hombre, que me llevó hasta una de las mejores casas del pueblo.
Estaba a punto de desfallecer de hambre y de cansancio; pero, rodeado como me encontraba por
aquella multitud, consideré prudente hacer acopio de todas mis energías para que la debilidad física no
se pudiera tomar como prueba de mi temor o culpabilidad. Poco esperaba entonces la calamidad que
en pocos momentos iba a caer sobre mí, ahogando con su horror todos mis miedos ante la ignominia o
la muerte.
Aquí debo hacer una pausa, pues requiere todo mi valor recordar los terribles sucesos que, con todo
detalle, le narraré.
Capítulo 4
Pronto me llevaron ante la presencia del magistrado, un benévolo anciano de modales tranquilos y
afables. Me observó, empero, con vierta severidad, y luego, volviéndose hacia los que allí me habían
llevado, preguntó que quiénes eran los testigos.
Una media docena de hombres se adelantaron; el magistrado señaló a uno de ellos, que declaró que
la noche anterior había salido a pescar con su hijo y su cuñado, Daniel Nugent, cuando, hacia las diez,
se había levantado un fuertes viento del norte que les obligó a volver al puerto. Era una noche muy
oscura, pues la luna aún no había salido. No desembarcaron en el puerto sino, como solían hacer, en
una rada a unas dos millas de distancia