Una noche me encontraba sentado en mi laboratorio; el sol se había puesto, y la luna empezaba a
asomar por entre las olas; no tenía suficiente luz para seguir trabajando y permanecía ocioso,
preguntándome si debía dar por terminada la jornada o, por el contrario, hacer un esfuerzo y continuar
mi labor y acelerar así su final. Al meditar sobre esto, allí sentado, se me fueron ocurriendo otros
pensamientos y me hicieron considerar las posibles consecuencias de mi obra. Tres años antes me
encontraba ocupado en lo mismo, y había creado un diabólico ser cuya incomparable maldad me había
destrozado el corazón y llenado de amargos remordimientos. Y ahora estaba a punto de crear otro ser,
una mujer, cuyas inclinaciones desconocía igualmente; podía incluso ser diez mil veces más diabólica
que su pareja y disfrutar con el crimen por el puro placer de asesinar. El había jurado que abandonaría
la vecindad de los hombres, y que se escondería en los desiertos, pero ella no; ella, que con toda
probabilidad podría ser un animal capaz de pensar y razonar, quizá se negase a aceptar un acuerdo
efectuado antes de su creación. Incluso podría ser que se odiasen; la criatura que ya vivía aborrecía su
propia fealdad, y ¿no podía ser que la aborreciera aún más cuando se viera reflejado en una versión
femenina? Quizá ella también lo despreciara y buscara la hermosura superior del hombre; podría
abandonarlo y él volvería a encontrarse solo, más desesperado aún por la nueva provocación de verse
desairado por una de su misma especie.
Y aunque abandonaran Europa, y habitaran en los desiertos del Nuevo Mundo, una de las primeras
consecuencias de ese amor que tanto ansiaba el vil ser serían los Z