Nos ha ocurrido un accidente tan extraño, que no puedo dejar de anotarlo, si bien es muy probable
que me veas antes de que estos papeles lleguen a tus manos.
El lunes pasado (31 de julio) nos hallábamos rodeados por el hielo, que cercaba el barco por todos
los lados, dejándonos apenas el agua precisa para continuar a flote. Nuestra situación era algo
peligrosa, sobre todo porque nos envolvía una espesa niebla. Decidimos, por tanto, permanecer al
pairo con la esperanza de que adviniera algún cambio en la atmósfera y el tiempo. Hacia las dos de
la tarde, la niebla levantó y observamos, extendiéndose en todas direcciones, inmensas e irregulares
capas de hielo que parecían no tener fin. Algunas de mis compañeros lanzaron un gemido, y yo mismo
empezaba a intranquilizarme, cuando de pronto una insólita imagen acaparó nuestra atención y
distrajo nuestros pensamientos de la situación en la que nos encontrábamos. Como a media milla y en
dirección al norte vimos un vehículo de poca altura, sujeto a un trineo y tirado por perros. Un ser de
apariencia humana, pero de gigantesca estatura, iba sentado en el trineo y dirigía los perros.
Observamos con el catalejo el rápido avance del viajero hasta que se perdió entre los lejanos
montículos de hielo.
Esta visión provocó nuestro total asombro. Nos creíamos a muchas millas de cualquier tierra, pero
esta aparición parecía demostrar que en realidad no nos encontrábamos tan lejos como suponíamos.
Pero, cercados como estábamos por el hielo, era imposible seguir el rastro de aquel hombre al que
habíamos observado con la mayor atención.
Unas dos horas después de esto oímos el bramido del mar y antes del anochecer el hielo rompió,
liberando nuestro navío. Sin embargo, permanecimos allí hasta la mañana siguiente, temerosos de
encontrarnos con esos grandes témpanos sueltos que flotan tras haberse roto el hielo. Aproveché ese
tiempo para descansar unas horas.
Por la mañana, en cuanto hubo amanecido, salí a cubierta y me encontré a toda la tripulación
hacinada a un lado del navío, aparentemente conversando con alguien fuera del barco. En efecto,
sobre un gran fragmento de hielo, que se nos había acercado durante la noche, había un trineo
parecido al que ya habíamos divisado.
Unicamente un perro permanecía vivo; pero había un ser humano en el trineo, al cual los
marineros intentaban persuadir de que subiera al barco. No parecía, como el viajero de la noche
anterior, un habitante salvaje procedente de alguna isla inexplorada, sino un europeo. Cuando
aparecí en cubierta, mi segundo oficial gritó:
––Aquí está nuestro capitán, y no permitirá que usted muera en mar abierto.
Al verme, el hombre se dirigió a mí en inglés, si bien con acento extranjero.
––Antes de subir al navío ––dijo––––, ¿tendría la amabilidad de indicarme hacia dónde se dirige?
Podrás imaginar mi sorpresa al oír semejante pregunta de labios de una persona al borde de la
muerte y para la cual yo habría pensado que mi barco ofrecía un recurso que no hubiese cambiado ni
por las mayores riquezas del mundo. Le respondí, sin embargo, que nos dirigíamos al Polo Norte en
viaje de exploración. Pareció satisfacerle y consintió en subir a bordo. ¡Santo cielo, Margaret! Si
hubieras visto al hombre que de esta forma ponía condiciones a su salvación, tu sorpresa hubiera sido
ilimitada. Tenía los miembros casi helados y el cuerpo horriblemente demacrado por la fatiga y el
sufrimiento. Jamás vi hombre alguno en condición tan lastimosa. Intentamos llevarlo al camarote,
pero en cuanto dejó de estar al aire libre perdió el conocimiento, de manera que volvimos a subirlo a
cubierta y lo reanimamos frotándolo con coñac y obligándolo a beber una pequeña cantidad. En
cuanto volvió a mostrar síntomas de vida lo envolvimos en mantas y lo colocamos cerca del fogón de
la cocina. Poco a poco se fue recuperando, y tomó un poco de sopa, que le hizo mucho bien.
Así pasaron dos días, sin que pudiera hablar, y a menudo temí que los sufrimientos le hubiesen
privado de la razón. Cuando se hubo repuesto un poco, lo llevé a mi propio camarote y lo atendí
cuanto me lo permitían mis obligaciones. Nunca había conocido a nadie más interesante. Suele tener
una expresión exaltada, como de locura, en la mirada. Pero hay momentos en los que, si alguien le
demuestra alguna atención o le presta el más mínimo servicio, se le ilumina la fas con una
benevolencia j ternura que no he visto en otro hombre. Mas por lo general está melancólico y
resignado; a veces aprieta los dientes, como si se impacientara con el peso de los males que lo
afligen.
Cuando mi huésped se encontró un poco mejor, me costó protegerlo del acoso de la tripulación que
quería hacerle mil preguntas. No permití que lo atormentaran con su ociosa curiosidad, ya que aún se
encontraba en un estado físico y moral cuyo restablecimiento dependía por completo del reposo. Sin
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