viajaría a Estrasburgo, donde me reuniría con Clerval. Estaríamos una corta temporada en Holanda,
pero la mayor parte del tiempo lo pasaríamos en Inglaterra. El regreso lo haríamos por Francia; y
acordamos que el viaje duraría dos años.
Mi padre se consolaba con el pensamiento de que mi boda con Elizabeth tendría lugar en cuanto
volviera a Ginebra.
––Estos dos años pasarán muy deprisa ––dijo––, y será la última demora que se interponga en el
camino de tu felicidad. Espero con impaciencia la llegada del momento en que estemos todos unidos y
ningún temor altere nuestra paz familiar.
––Estoy de acuerdo con tu proyecto le contesté––. Dentro de dos años tanto Elizabeth como yo
seremos más maduros, y espero que más felices de lo que ahora somos.
Suspiré; pero mi padre, delicadamente, se abstuvo de hacerme más preguntas respecto de las causas
de mi pesadumbre. Esperaba que el cambio de ambiente y la distracción del viaje me devolvieran la
tranquilidad.
Empecé, pues, a preparar mi marcha; pero me obsesionaba un pensamiento que me llenaba de
angustia y temor. Durante mi ausencia, mi familia seguiría ignorando la existencia de su enemigo, y
quedaría a merced de sus ataques caso de que él, irritado por mi viaje, se lanzara contra ellos. Pero
había prometido seguirme donde quiera que fuera; así que ¿no vendría tras de mí a Inglaterra? Este
pensamiento era terrorífico en sí mismo, pero reconfortante, en cuanto que suponía que los míos
estarían a salvo. Me torturaba la idea de que sucediera lo contrario de esto. Pero durante todo el tiempo
que fui esclavo de mi criatura siempre me dejé guiar por los impulsos del momento; y en ese instante
tenía la seguridad de que me perseguiría, y, por tanto, mi familia quedaría libre del peligro de sus
maquinaciones.
Partí hacia mis dos años de exilio a finales de agosto. Elizabeth aprobaba los motivos de mi marcha,
y sólo lamentaba el no tener las mismas oportunidades que yo para ampliar su campo de experiencia y
cultivar su mente. Lloró al despedirme, y me rogó que retornara feliz y en paz conmigo mismo.
––Todos confiamos en ti ––dijo––; y si tú estás apenado, ¿cuál puede ser nuestro estado de ánimo?
Me metí en el carruaje que debía alejarme de los míos, apenas sin saber adónde me dirigía, e
importándome poco lo que sucedía a mi alrededor. Sólo recuerdo que, con inmensa amargura, pedí que
empaquetaran el instrumental químico que quería llevarme conmigo, pues