fortalecerse, y mi estado de ánimo, cuando el triste recuerdo de la promesa hecha no lo empañaba, se
elevaba bastante. Mi padre observaba con agrado esta mejoría, y se afanaba por buscar la mejor forma
de borrar por completo la melancolía, que de vez en cuando me retornaba y ensombrecía tenazmente la
tenue luz que intentaba abrirse paso en mí. Entonces buscaba refugio en la más absoluta soledad;
pasaba días enteros en el lago, tumbado en una barca, silencioso e indolente mirando las nubes y
escuchando el murmullo de las olas. El aire puro y el sol brillante solían devolverme, al menos en
parte, la compostura; y, a mi regreso, respondía a los saludos de mis amigos con la sonrisa más presta
y el corazón más ligero.
Fue a la vuelta de una de estas salidas cuando mi padre, llamándome aparte, me dijo:
Me satisface mucho, hijo, que vuelvas a tus antiguas distracciones y a ser el mismo de antes. Sin
embargo, sigues triste y aún esquivas nuestra compañía. Durante algún tiempo he estado muy
desorientado acerca de cuál podría ser la razón de esto; pero ayer tuve una idea, y te ruego que, si
estoy en lo cierto, me la confirmes. Cualquier reserva a este respecto no sólo sería injustificada, sino
que aumentaría nuestras preocupaciones.
Al oír estas palabras me puse a temblar, pero mi padre continuó:
––Te confieso, hijo, que siempre he deseado tu matrimonio con tu prima, considerándolo el centro
de nuestra felicidad doméstica y el báculo de mis postreros años. Os habéis sentido muy unidos desde
niños; estudiabais juntos, y parecíais, por gustos y aficiones, idóneos el uno al otro. Pero somos tan
ciegos los humanos, que las cosas que yo consideraba favorables a este proyecto quizá hayan sido
precisamen H\