placer que creía muertas. Medio sorprendido por la novedad de estos sentimientos, me dejé arrastrar
por ellos; olvidé mi soledad y deformación, y me atreví a ser feliz. Ardientes lágrimas humedecieron
mis mejillas, y alcé los ojos hacia el sol agradeciendo la dicha que me enviaba.
Seguí avanzando por las caprichosas sendas del bosque, hasta que llegué a un profundo y caudaloso
río que lo bordeaba y hacia el que varios árboles inclinaban sus ramas llenas de verdes brotes. Aquí me
detuve, dudando sobre el camino que debía seguir, cuando el murmullo de unas voces me impulsó a
ocultarme a la sombra de un ciprés. Apenas había tenido tiempo de esconderme, cuando apareció una
niña corriendo hacia donde yo estaba, como si jugara a escaparse de alguien. Seguía corriendo por el
escarpado margen del río, cuando repentinamente se resbaló y cayó al agua. Abandoné
precipitadamente mi escondrijo, y, tras una ardua lucha contra la corriente, conseguí sacarla y
arrastrarla a la orilla. Se encontraba sin sentido; yo intentaba por todos los medios hacerla volver en sí,
cuando me interrumpió la llegada de un campesino, que debía ser la persona de la que, en broma, huía
la niña. Al verme, se lanzó sobre mí, y arrancándome a la pequeña de los brazos se encaminó con
rapidez hacia la parte más espesa del bosque. Sin saber por qué, lo seguí velozmente; pero, cuando el
hombre vio que me acercaba, me apuntó con una escopeta que llevaba y disparó. Caí al suelo mientras
él, con renovada celeridad, se adentró en el bosque.
¡Esta era, pues, la recompensa a mi bondad! Había salvado de la destrucción a un ser humano, en
premio a lo cual ahora me retorcía bajo el dolor de una herida que me había astillado el hueso. Los
sentimientos de bondad y afecto que experimenté pocos minutos antes se transformaron en diabólica
furia y rechinar de dientes. Torturado por el daño, juré odio y venganza eterna a toda la humanidad.
Pero el dolor me vencía; sentí como se me paraba el pulso, y perdí el conocimiento.
Durante unas semanas llevé en el bosque una existencia mísera, intentando curarme la herida que
había recibido. La bala me había penetrado en el hombro, e ignoraba si seguía allí o lo había
traspasado; de todos modos no disponía de los medios para extraerla. Mi sufrimiento también se veía
aumentado por una terrible sensación de injusticia e ingratitud. Mi deseo de venganza aumentaba de
día en día; una venganza implacable y mortal, que compensara la angustia y los ultrajes que yo había
padecido.
Al cabo de algunas semanas la herida cicatrizó, y proseguí mi viaje. Ni el sol primaveral ni las
suaves brisas podrían ya aliviar mis pesares; la felicidad me parecía una burla, un insulto a mi
desolación, y me hacía sentir más agudamente que el gozo y el placer no se habían hecho para mí.
Pero ya mis sufrimientos estaban llegando a su fin, y dos meses después me encontraba en los
alrededores de Ginebra.
Llegué al anochecer, y busqué cobijo en los campos cercanos, para reflexionar sobre el modo de
acercarme a ti. Me azotaba el hambre y la fatiga, y me sentía demasiado desdichado como para poder
disfrutar del suave airecillo vespertino o la perspectiva de la puesta de sol tras los magníficos montes
de jura.
En ese momento un ligero sueño me alivió del dolor que me infligían mis pensamientos. Me
desperté de repente con l HY