aspecto era nauseabundo y mi estatura gigantesca. ¿Qué significaba esto? ¿Quién era yo? ¿Qué era?
¿De dónde venía? ¿Cuál era mi destino? Constantemente me hacía estas preguntas a las que no hallaba
respuesta.
El volumen de Las vidas paralelas de Plutarco narraba la vida de los primeros fundadores de las
antiguas repúblicas, Grecia y Roma, y me produjo un efecto muy distinto del de Werther. De éste
aprendí lo que era el abatimiento y la tristeza; pero Plutarco me enseñó a elevar el pensamiento, a
sacarlo de la reducida esfera de mis reflexiones personales, a admirar y a querer a los héroes de la
antigüedad. Mucho de lo que leía rebasaba mi experiencia y mi comprensión. Tenía un conocimiento
muy confuso acerca de lo que eran los imperios, los grandes territorios, los ríos majestuosos y la
inmensidad del mar. Pero respecto a ciudades y grandes agrupaciones humanas, lo ignoraba
absolutamente todo. La casa de mis protectores había sido la única escuela donde pude estudiar la
naturaleza humana; pero este libro me abrió horizontes desconocidos y mayores campos de acción. Por
él supe de hombres dedicados a gobernar o a aniquilar a sus semejantes. Sentí que se reafirmaba en mí
una tremenda admiración por la virtud y un inmenso odio por el crimen, en la medida en que entendía
el alcance de esos términos, que en aquel entonces se refería tan sólo al placer y al dolor. Influido por
estos sentimientos, fui, pues, aprendiendo a admirar a los estadistas pacíficos, Numa, Solón y Licurgo
más que a Rómulo y Teseo. La vida patriarcal de mis protectores colaboraba a que estos sentimientos
arraigaran en mí. Quizá de haber venido mi presentación a la humanidad de la mano de un joven
soldado ávido de batallas y gloria, mi manera de ser fuera ahora otra.
Pero El paraíso perdido despertó en mí emociones distintas y mucho más profundas. Lo leí, al igual
que los libros anteriores que había encontrado, como si fuera una historia real. Conmovió en mí todos
los sentimientos de asombro y respeto que la figura de un Dios omnipotente guerreando con criaturas
es capaz de suscitar. Me impresionaba la coincidencia de las distintas situaciones con la mía, y a
menudo me identificaba con ellas. Como a Adán, me habían creado sin ninguna aparente relación con
otro ser humano, aunque en todo lo demás su situación era muy distinta a la mía. Dios lo había hecho
una criatura perfecta, feliz y confiada, protegida por el cariño especial de su creador; podía conversar
con seres de esencia superior a la suya y de ellos adquirir mayor saber. Pero yo me encontraba
desdichado, solo y desamparado. Con frecuencia pensaba en Satanás como el ser que mejor se
adecuaba a mi situación, pues como en él, la dicha de mis protectores a menudo despertaba en mí
amargos sentimientos de envidia.
Otro hecho reforzó y afianzó estos sentimientos. Poco después de llegar al cobertizo, encontré
algunos papeles en el bolsillo del gabán que había cogido de tu laboratorio. En un principio los había
ignorado; pero ahora que ya podía descifrar los caracteres en los cuales se hallaban escritos, empecé a
leerlos con presteza. Era tu diario de los cuatro meses que precedieron a mi creación. En él describías
con minuciosidad todos los pasos que dabas en el desarrollo de tu trabajo, e insertabas incidentes de tu
vida cotidiana. Sin duda recuerdas estos papeles. Aquí los tienes. En ellos se encuentra todo lo
referente a mi nefasta creación, y revelan con precisión toda la serie de repugnantes circunstancias que
la hicieron posible. Dan una detallada descripción de mi odiosa y repulsiva persona, en términos que
reflejan tu propio horror y que convirtieron el mío en algo inolvidable. Enfermaba a medida que iba
leyendo. «¡Odioso día en el que recibí la vida! ––exclamé desesperado––. ¡Maldito creador! ¿Por qué
creaste a un monstruo tan horripilante, del cual incluso tú te apartaste asqueado? Dios, en su
misericordia, creó al hombre hermoso y fascinante, a su imagen y semejanza. Pero mi aspecto es una
abominable imitación del tuyo, más desagradable todavía gracias a esta semejanza. Satanás tenía al
menos compañeros, otros demonios que lo admiraban y animaban. Pero yo estoy solo y todos me
desprecian.
Estas eran las reflexiones que me hacía durante las horas de soledad y desesperación. Pero cuando
veía las virtudes de mis vecinos, su carácter amable y bondadoso, me decía a mí mismo que cuando
supieran la admiración que sentía por ellos se apiadarían de mí y disculparían mi deformidad. ¿Podían
cerrarle la puerta a alguien, por monstruoso que fuera, que pedía su a