más tiempo conversando, y tenían criadas que les ayudaban en sus quehaceres. No parecían ricos, pero
se les veía satisfechos y felices. Estaban tranquilos y serenos, mientras que yo cada día me encontraba
más inquieto. Cuanto más aprendía más cuenta me daba de mi lamentable inadaptación. Cierto es que
abrigaba una esperanza, pero ésta desaparecía cuando veía mi figura reflejada en el agua o mi sombra
a la luz de la luna, desaparecía con la misma rapidez que se desvanecen esa temblorosa imagen y esa
juguetona sombra.
Me esforzaba por alejar de mí estos temores, e intentaba fortalecerme para la prueba a la que me
había emplazado para unos meses después. A veces permitía que mis pensamientos descontrolados
vagaran por los jardines del paraíso, y llegaba a imaginar que amables y hermosas criaturas
comprendían mis sentimientos y consolaban mi tristeza, mientras sus rostros angelicales sonreían
alentadoramente. Pero todo era un sueño. Ninguna Eva calmaba mis pesares ni compartía mis
pensamientos ––¡estaba solo!––. Recordaba la súplica de Adán a su creador. Pero ¿dónde estaba el
mío? Me había abandonado y, lleno de amargura, lo maldecía.
Así transcurrió el otoño. Vi, con pesar y sorpresa, cómo las hojas amarillearon y cayeron, y cómo la
naturaleza volvía a tomar el aspecto triste y desolado que tenía cuando por primera vez vi los bosques
y la hermosa luna. Mas no me incomodaban los rigores del tiempo; por mi constitución me adaptaba
mejor al frío que al calor. Pero me entristecía perder las flores, los pájaros y todo el engalana miento
que trae consigo el verano, y que había supuesto para mí un gran motivo de placer. Cuando me vi
privado de esto, me dediqué con mayor atención a mis vecinos. El fin del verano no hizo disminuir su
felicidad. Se querían, se comprendían, y sus alegrías, que provenían sólo de sí mismos, no se veían
afectadas por las circunstancias fortuitas que tenían lugar a su alrededor. Cuanto más los veía, mayores
deseos tenía de ganarme su simpatía y protección, de que estas amables criaturas me conocieran y
quisiesen; que sus dulces miradas se detuvieran en mí con afecto se había convertido en mi aspiración
máxima. No me atrevía a pensar que apartaran de mí su mirada con desdén y repulsión. Nunca
despedían a los mendigos que llegaban hasta su puerta. Sé que pedía tesoros más valiosos que un
simple lugar para reposar o un poco de comida; solicitaba cariño y amabilidad, pero no me creía del
todo indigno de ello.
Avanzaba el invierno; todo un ciclo de estaciones había transcurrido desde que había despertado a la
vida. Por entonces, todo mi interés se centraba en idear un plan que me permitiera entrar en la casa de
mis protectores. Di vueltas a muchos proyectos; pero aquel por el que finalmente me decidí consistía
en entrar en su morada cuando el anciano ciego estuviera solo. Tenía la suficiente astucia como para
saber que la fealdad anormal de mi persona era lo que principalmente desencadenaba el horror en
aquellos que me contemplaban. Mi voz, aunque ruda, no tenía nada de terrible. Por tanto pensé que, si
en ausencia de sus hijos conseguía despertar la benevolencia y atención del anciano De Lacey, lograría
con su intervención que mis jóvenes protectores me aceptaran.
Cierto día, en que el sol iluminaba las hojas rojizas que alfombraban el suelo y contagiaba alegría, si
bien no calor, Safie, Agatha y Félix salieron a dar un largo paseo por el campo mientras que el anciano
prefirió quedarse en la casa. Cuando los jóvenes se hubieron marchado, cogió la guitarra y tocó
algunas melancólicas pero dulces tonadillas, más dulces y melancólicas de lo que jamás hasta entonces
le había oído tocar. Al principio su rostro se iluminó de placer, pero a medida que proseguía tañendo
fue adquiriendo un aspecto apesadumbrado y absorto; finalmente, dejando el instrumento a un lado, se
sumió en la reflexión.
Mi corazón latía con violencia. Había llegado el momento de mi prueba, el momento que afianzaría
mis esperanzas o confirmaría mis temores. Los criados habían ido a una feria vecina. La casa y sus
alrededores se hallaban en silencio; era la ocasión perfecta, mas, cuando quise ponerme en pie, me
fallaron las piernas y caí al suelo. De nuevo me levanté y, haciendo acopio de todo mi valor, retiré las
maderas que había colocado delante del cobertizo para ocultar mi escondite. El aire fresco me animó, y
con renovado valor me acerqué a la puerta de la casa y llamé con los nudillos.
––¿Quién es: ––preguntó el anciano, añadiendo en seguida––: ¡Adelante!
Entré.
––Perdóneme usted ––dije––, soy un viajero en busca de un poco de reposo. Me haría un gran favor
si me permitiera disfrutar del fuego unos minutos.
––Pase, pase ––dijo De Lacey––, y veré a ver cómo puedo atender a sus necesidades.
Desgraciadamente, mis hijos no están en casa y, como soy ciego, temo que me será difícil procurarle
algo de comer.
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