de ver que esta desgracia fortalecía su espíritu; pero la ingratitud del turco y la pérdida de su amada
Safie eran golpes más duros e irreparables. Ahora, la llegada de la joven árabe le infundía nuevo valor.
Cuando se supo en Livorno que a Félix se le había desposeído de sus bienes y su rango, el turco
ordenó a su hija que se olvidara de su pretendiente y que se dispusiera a volver con él a su país. La
naturaleza bondadosa de Safie se rebeló contra esta orden, e intentó razonar con su padre, el cual,
negándose a escucharla, reiteró su tiránica orden.
Pocos días más tarde, el turco entró en la habitación de su hija y, atropelladamente, le comunicó que
tenía razones para creer que su presencia en Livorno había sido descubierta y que estaba a punto de ser
entregado a las autoridades francesas. En consecuencia había fletado un navío que, rumbo a
Constantinopla, zarparía en pocas horas. Pensaba dejar a su hija al cuidado de un criado fiel, para que,
con más tranquilidad, le siguiera con el resto de los bienes que aún no habían llegado a Livorno.
Cuando Safie se vio sola, reflexionó sobre el plan de acción que mejor convenía seguir en esta
situación de emergencia. Odiaba la idea de vivir en Turquía; sus sentimientos y religión se oponían a
ello. Por algunos documentos de su padre que cayeron en sus manos, supo del exilio de su prometido y
el nombre del lugar donde residía. Durante algún tiempo estuvo indecisa, pero finalmente tomó una
determinación. Cogiendo algunas joyas que le pertenecían y una pequeña suma de dinero, abandonó
Italia, acompañada de una sirvienta, natural de Livorno, que sabía turco, y se dirigió a Alemania.
Llegó sin dificultad a una ciudad que distaba unas veinte leguas de la casa de los De Lacey, donde la
criada cayó gravemente enferma. Pese a los cuidados de Safie, la joven murió, y la hermosa árabe se
encontró sola en un país cuya lengua y costumbres desconocía. Por fortuna había caído en buenas
manos. La italiana había mencionado el nombre del lugar hacia el cual se dirigían, y, tras su muerte, la
dueña de la casa en la que se habían alojado se cuidó de que Safie llegara con bien a casa de su
prometido.
Capítulo 7
Esta era la historia de mis queridos vecinos. Me impresionó profundamente, y, de los aspectos de la
vida social que encerraba, aprendí a admirar sus virtudes y condenar los vicios de la humanidad.
Todavía consideraba el crimen como algo muy ajeno a mí; admiraba y tenía siempre presentes la
bondad y la generosidad que infundían en mí el deseo de participar activamente en un mundo donde
encontraban expresión tantas cualidades admirables. Pero al narrar la progresión de mi mente, no debo
omitir una circunstancia que tuvo lugar ese mismo año, a principios del mes de agosto.
Durante una de mis acostumbradas salidas nocturnas al bosque, donde me procuraba alimentos para
mí y leña para mis protectores, encontré una bolsa de cuero llena de ropa y libros. Cogí ansiosamente
este premio y volví con él a mi cobertizo. Por fortuna los libros estaban escritos en la lengua que había
adquirido de mis vecinos. Eran El paraíso perdido, un volumen de Las vidas paralelas de Plutarco y
Las desventuras del joven Werther de Goethe.
La posesión de estos tesoros me proporcionó un inmenso placer. Con ellos estudiaba y me ejercitaba
la mente, mientras mis amigos realizaban sus quehaceres cotidianos.
Apenas si podría describirte la impresión que me produjeron estas obras. Despertaron en mí un
cúmulo de nuevas imágenes y sentimientos, que a veces me extasiaban, pero que con mayor frecuencia
me sumían en una absoluta depresión. En el Werther, aparte de lo interesante que me resultaba la
sencilla histo