Durante los días siguientes, mientras se preparaba la huida del mercader, el entusiasmo de Félix se
vio incrementado por varias cartas que recibió de la hermosa joven, que encontró el medio de
expresarse en el idioma de su amado gracias a la ayuda de un viejo criado de su padre, que sabía
francés. En ellas le agradecía efusivamente la ayuda que intentaba prestarles, a la par que lamentaba
discretamente su propia suerte.
Tengo copias de estas cartas, pues mientras viví en el cobertizo pude hacerme con útiles de escribir;
y Félix o Agatha a menudo tuvieron las cartas en sus manos. Antes de partir te las enseñaré; probarán
la veracidad de mi relato. De momento, sólo podré resumírtelas, ya que el sol comienza a declinar.
Safie contó que su madre era una árabe convertida, a la cual habían capturado y esclavizado los
turcos; destacando por su hermosura, había conquistado el corazón del padre de Safie, que la tomó por
esposa. La muchacha hablaba en términos muy elogiosos de su madre, que, nacida en libertad,
despreciaba la sumisión a la que se veía reducida. Instruyó a su hija en las normas de su propia
religión, y la exhortó a aspirar a un nivel intelectual y una independencia de espíritu prohibidos para
las mujeres mahometanas. Esta mujer murió, pero sus enseñanzas estaban muy afianzadas en la mente
de Safie, que enfermaba ante la idea de volver a Asia y encerrarse en un harén, con autorización
solamente para entregarse a diversiones infantiles, poco acordes con la disposición de su espíritu,
acostumbrado ahora a una mayor amplitud de pensamientos y a la práctica de la virtud. La idea de
desposar a un cristiano y vivir en un país donde las mujeres podían ocupar un lugar en la sociedad la
llenaba de alegría.
Se fijó el día para la ejecución del turco, pero, la noche antes, se escapó de la prisión, y por la
mañana se hallaba a muchas leguas de París. Félix se había procurado salvoconductos a nombre suyo,
de su padre y hermana. Anteriormente le había comunicado su plan a su padre, que colaboró en la fuga
abandonando su casa, bajo excusa de un viaje, pero ocultándose con su hija en una apartada zona de
París.
Félix condujo a los fugitivos a través de Francia hasta Lyon, y luego por el Monte Cenis hasta
Livorno, donde el mercader había decidido aguardar una oportunidad favorable para pasar a alguna
parte del territorio turco.
Safie decidió quedarse con su padre hasta el momento de la partida, y éste renovó su promesa de
otorgar la mano de su hija a su salvador. Félix permaneció con ellos a la espera del aconteci miento.
Mientras tanto, disfrutaba de la compañía de la joven árabe, que le mostraba el más sincero y dulce
afecto. Conversaban por medio de un intérprete, aunque a veces les bastaba el intercambio de miradas,
o Safie le cantaba las maravillosas melodías de su país.
El turco permitía que esta intimidad creciera y alentaba las esperanzas de los jóvenes enamorados