¡Qué extraña naturaleza la del saber! Se aferra a la mente, de la cual ha tomado posesión, como el
liquen a la roca. A veces deseaba desterrar de mí todo pensamiento, todo afecto; pero aprendí que sólo
había una manera de imponerse al dolor y ésa era la muerte, estado que me asustaba aunque aún no lo
entendía. Admiraba la virtud y los buenos sentimientos, y me gustaban los modales dulces y amables
de mis vecinos; pero no me era permitida la convivencia con ellos, salvo sirviéndome de la astucia,
permaneciendo desconocido y oculto, lo cual, más que satisfacerme, aumentaba mi deseo de
convertirme en uno más entre mis semejantes. Las tiernas palabras de Agatha y las sonrisas animadas
de la gentil árabe no me estaban destinadas. Los apacibles consejos del anciano y la alegre conversa ción del buen Félix tampoco me estaban destinados. Desgraciado e infeliz engendro.
Otras lecciones se me grabaron con mayor profundidad aún. Supe de la diferencia de sexos, del
nacer y crecer de los hijos; cómo disfruta el padre con las sonrisas de su pequeño, y las alegres
correrías de los hijos más mayores; cómo todos los cuidados y razón de ser de la madre se concentran
en esa preciada carga; cómo la mente del joven se va desarrollando y enriqueciendo; supe de
hermanos, de hermanas, y los vínculos que unen a. los humanos entre sí con lazos mutuos.
Pero ¿dónde estaban mis amigos y parientes? Ningún padre había vigilado mi niñez, ninguna madre
me había prodigado sus cariños y sonrisas, y, en caso de que hubiera ocurrido, mi vida pasada se había
convertido para mí en un borrón, un vacío en el que no distinguía nada. Me recordaba desde siempre
con la misma estatura y proporción. No había visto aún ningún ser que se me pareciera o que me
exigiera tener con él alguna relación. ¿Qué era entonces? La pregunta surgía una y otra vez sin que
pudiera responder a ella más que con lamentaciones.
Pronto explicaré hacia d