cerca de mi refugio. El suelo estaba algo levantado, de manera que permanecía seco y, por encontrarse
cerca de la chimenea de la casa, era moderadamente caliente.
Así provisto, me dispuse a permanecer en esta choza hasta que ocurriera algo que modificara mi
decisión. Comparada con mi anterior morada, el desangelado bosque donde las ramas goteaban lluvia
y el suelo estaba mojado, era en verdad un paraíso. Desayuné con fruición, y me disponía a levantar un
madero para sacar agua cuando escuché pasos y vi, por una rendija, a una muchacha que, balanceando
un cubo en la cabeza, pasaba por delante de mi cobertizo. Era joven y de aspecto dulce, distinta de lo
que más tarde he comprobado que son los labriegos y los criados de las granjas. Iba vestida
humildemente, con una tosca falda azul y una chaqueta de paño. Sus cabellos rubios estaban trenzados
pero no llevaba adornos. Sus facciones revelaban resignación, pero su aspecto era triste. La perdí de
vista, pero transcurridos unos quince minutos reapareció con el mismo recipiente, que ahora estaba
medio lleno de leche. Mientras andaba, claramente incómoda por el peso, un joven de rostro aún más
deprimido se dirigió a su encuentro. Con aire melancólico intercambiaron algunas palabras, y
cogiéndole el cubo se lo llevó hasta la casa. Al poco tiempo vi reaparecer al joven con unas
herramientas en la mano y cruzar el campo que había detrás de la casa. Asimismo, la joven también
estaba ocupada, a veces dentro de la casa y otras en el patio.
Explorando mi refugio, descubrí que una de las ventanas de la casa había dado anteriormente al
cobertizo, si bien ahora el hueco se encontraba tapado por planchas de madera. Una de estas planchas
tenía una diminuta rendija por la cual se podía ver una pequeña habitación, encalada y limpia, pero
muy desprovista de muebles. En un rincón, cerca del fuego, estaba sentado un anciano, con la cabeza
entre las manos en actitud abatida. La joven estaba ocupada arreglando la estancia. De pronto, sacó
algo del cajón que tenía entre las manos y se sentó cerca del anciano, el cual, tomando un instrumento,
empezó a tocar y a arrancar de él sones más dulces que el cantar del mirlo o el ruiseñor. Incluso para
un desgraciado como yo, que nunca antes había percibido nada hermoso, era un bello cuadro. El
cabello plateado y el aspecto bondadoso del anciano ganaron mi respeto, y los modales dulces de la
joven despertaron mi amor. Tocó una tonadilla dulce y triste, que conmovió a su dulce acompañante, a
quien el hombre parecía haber olvidado hasta que oyó su llanto. Pronunció entonces algunas palabras y
la muchacha, dejando su tarea, se arrodilló a sus pies. El la levantó y la sonrió con tal afecto y ternura,
que una sensación peculiar y sobrecogedora me recorrió el cuerpo. Era una mezcla de dolor y gozo que
hasta entonces no me habían producido ni el hambre ni el frío, ni el calor, ni ningún alimento. Incapaz
de soportar por más tiempo esta emoción, me retiré de la ventana.
Al poco rato regresó el chico llevando un haz de leña al hombro. La joven lo recibió en la puerta y lo
ayudó con el fardo, del cual escogió algunas ramas que echó al fuego. Luego, se fueron los dos a una
esquina de la habitación, y él mostró un gran pan y un trozo de queso. Ella pareció alegrarse, y salió al
jardín en busca de plantas y raíces, las metió en agua y después al fuego. Luego prosiguió su labor, y el
joven se fue al jardín, donde se puso diligentemente a cavar y a arrancar raíces. Al cabo de una hora, la
muchacha salió a buscarlo, y juntos entraron en la casa. Entretanto, el anciano había estado pensativo;
pero, al ver a sus compañeros, adoptó un aire más alegre, y se sentaron a comer. El almuerzo acabó
pronto. La joven volvió a ocuparse de las tareas caseras, en tanto que el anciano, apoyado en el brazo
del joven, paseaba al sol por delante de la casa. No puede haber nada más bello que el contraste de
aquellos dos seres. El uno era muy mayor, con el cabello platea