Test Drive | Page 36

Era ya de día cuando desperté, y mi primer pensamiento fue ver cómo iba el fuego. Lo destapé, y un ligero airecillo lo avivó enseguida. Esto me indujo a construir con ramas una especie de abanico que me permitía encender las brasas cuando parecían a punto de extinguirse. Cuando de nuevo cayó la noche, descubrí gozoso que el fuego, aparte de dar calor, también daba luz. Descubrí que también podía utilizar el fuego para mi alimentación, gracias a los restos de comida que algún viajero dejó abandonados. Vi que éstos estaban asados y que eran más sabrosos que las bayas que recogía. Intenté, pues, hacer lo mismo con mis alimentos y descubrí que, así, las bayas se estropeaban pero que las nueces y raíces tenían un sabor mucho más agradable. Pronto empezaron a escasear los alimentos, y a menudo pasaba un día entero buscando en vano algunas bellotas con las que calmar mi hambre. Entonces resolví abandonar el lugar donde había habitado hasta aquel momento y buscar otro en el cual pudiera satisfacer mis necesidades con mayor facilidad. Lo que más lamentaba de esta emigración era la pérdida del fuego, que tan casualmente había encontrado y que no sabía cómo encender. Pasé varias horas pensando en el problema, pero me vi obligado a abandonar todo intento de reproducirlo. Así que, envuelto en mi capa, empecé a cruzar el bosque en dirección al sol poniente. Anduve durante tres días antes de llegar al campo abierto. La noche anterior había caído una gran nevada, y los campos aparecían uniformemente blancos. El panorama era desconsolador, y noté que la húmeda sustancia fría que cubría el suelo me helaba los pies. Eran cerca de las siete de la mañana, y quería encontrar cobijo y comida. Por fin divisé en un montículo una pequeña cabaña que sin duda era la morada de algún pastor. Esto era nuevo para mí. La examiné con gran curiosidad y, al observar que la puerta se abría, entré. Sentado junto al fuego, en el cual se preparaba el desayuno, se hallaba un anciano. Se volvió al oír el ruido; y, viéndome, salió de la cabaña gritando, y cruzó los campos a una velocidad apenas imaginable en persona tan debilitada. Me sorprendieron su huida y su aspecto, distinto a todo lo que hasta entonces había visto. Pero estaba encantado con la cabaña: aquí no podía entrar ni la nieve ni la lluvia; el suelo estaba seco, y me pareció un refugio tan delicioso y exquisito como les debió parecer el Pandemonio a los demonios del infierno después de sus sufrimientos en el lago de fuego. Avidamente devoré los restos del desayuno del pastor: pan, queso, leche y vino, pero éste último no me gustó. Luego, vencido por el cansancio, me tumbé en un montón de paja y me dormí. Era mediodía cuando me desperté; y, atraído por el calor del sol, que hacía brillar la nieve, me decidí a reemprender mi viaje; metí lo que quedaba del desayuno en un zurrón que encontré, y emprendí camino campo a través durante algunas horas, hasta que al anochecer llegué a una aldea. ¡Qué hermosa me pareció! Las cabañas, las casitas más limpias y las haciendas atrajeron por turno mi atención. Las verduras en los huertos, y la leche y queso colocados en las ventanas, me abrieron el apetito. Entré en una de las mejores casas; pero apenas si había puesto el pie en el umbral cuando unos niños empe