Me tumbé en la paja, pero no conseguí dormir. Repasaba los sucesos del día. Lo que más me
chocaba eran los modales cariñosos de aquellas gentes. Recordaba muy bien el trato de los salvajes
aldeanos la noche anterior, y decidí que, cualquiera que fuese la actitud que adoptara en el futuro, por
el momento permanecería en mi cobertizo, observando e intentando descubrir las razones que
motivaban sus actos.
Mis vecinos se levantaron al día siguiente antes de que amaneciera. La joven arregló la casa, y
preparó la comida; el joven salió después del desayuno.
El día transcurrió de manera igual al anterior. El muchacho trabajaba fuera de la casa y la chica en
diversas tareas domésticas. El anciano, que pronto me di cuenta de que era ciego, pasaba las horas
meditando o tañendo su instrumento. Nada podría superar el cariño y respeto que los jóvenes
demostraban para con su venerable compañero. Le prestaban todos los servicios con gran dulzura y él
los recompensaba con su sonrisa bondadosa.
Pero no eran del todo dichosos. El joven y su compañera con frecuencia se retiraban, y parecían
llorar. No comprendía la causa de su tristeza; pero me afectaba profundamente. Si seres tan hermosos
eran desdichados, no era de extrañar que yo, criatura imperfecta y solitaria, también lo fuera. Pero ¿por
qué eran infelices aquellas gentes tan bondadosas? Tenían una agradable casa (pues así me parecía) y
todas las comodidades; tenían un fuego para calentarlos del frío y deliciosa comida con que saciar su
hambre; vestían buenos trajes, y, lo que es más, disfrutaban de su mutua compañía y conversación,
intercambiando a diario miradas de afecto y bondad. ¿Qué significaba su llanto? ¿Expresaban sus
lágrimas dolor? No podía, al principio, responderme a estas preguntas, pero el tiempo y una sostenida
observación me explicaron muchas cosas que a primera vista parecían enigmáticas.
Pasó bastante tiempo antes de que descubriera que la pobreza, que padecían en grado sumo, era uno
de los motivos de intranquilidad de esta buena familia. Su sustento sólo consistía en verduras del
huerto y leche de su vaca, muy escasa durante el invierno, época en la que sus dueños apenas podían
alimentarla. Creo que a menudo pasaban mucho hambre, en especial los jóvenes, pues en varias
ocasiones los vi privarse de su propia comida para dársela al anciano. Este gesto de bondad me
conmovió mucho. Yo solía, durante la noche, robarles parte de su comida para mi sustento, pero
cuando advertí que esto los perjudicaba me abstuve, contentándome con bayas, nueces y raíces que
recogía de un bosque cercano.
Descubrí también otro medio para ayudarlos. Había observado que el joven dedicaba gran parte del
día a recoger leña para el fuego; y, durante la noche, a menudo yo cogía sus herramientas, que pronto
aprendí a utilizar, y les traía a casa leña suficiente para varios días.
Recuerdo la sorpresa que la joven demostró, la primera vez que hice esto, al abrir la puerta por la
mañana y encontrar un montón de leña fuera. Dijo algunas palabras en voz alta, y el joven salió y
expresó a su vez su asombro. Observé, con alegría, que aquel día no fue al bosque, y lo pasó reparando
la casa y cultivando el jardín.
Poco a poco hice un descubrimiento de aún mayor importancia. Me di cuenta de que aquellos seres
tenían un modo de comunicarse sus experiencias y sentimientos por medio de sonidos articulados.
Observé que las palabras que utilizaban producían en los rostros de los oyentes alegría o dolor,
sonrisas o tristeza. Esta sí que era una ciencia sobrehumana y deseaba familiarizarme con ella. Pero
todos mis intentos a este respecto eran infructuosos. Hablaban con rapidez y las palabras que decían, al
no tener relación aparente con los objetos tangibles, me impedían resolver el misterio de su
significado. Sin embargo, a base de grandes esfuerzos, y cuando ya había pasado en mi cobertizo
varias lunas, aprendí el nombre de algunos de los objetos más familiares como fuego, leche, pan y
leña. También aprendí los nombres de mis vecinos. La joven y su hermano tenían ambos varios
nombres, pero el anciano sólo tenía uno, padre. A la muchacha la llamaban hermana o Agatha y al
joven Félix, hermano o hijo. No puedo expresar la alegría que sentí cuándo comprendí las ideas
correspondientes a estos sonidos Y pude pronunciarlos. Distinguía otras palabras, que ni entendía ni
podía emplear, tales como bueno, querido, triste.
De esta manera transcurrió el invierno. La bondad y hermosura de estas personas me hicieron
encariñarme mucho con ellas; cuando se encontraban tristes, yo estaba desanimado; cuando eran
feli