ya entonces era repugnante; pero cuando sus músculos y articulaciones tuvieron movimiento, se
convirtió en algo que ni siquiera Dante hubiera podido concebir.
Pasé una noche terrible. A veces, el corazón me latía con tanta fuerza y rapidez que notaba las
palpitaciones de cada arteria, otras casi me caía al suelo de pura debilidad y cansancio. Junto a este
horror, sentía la amargura de la desilusión. Los sueños que; durante tanto tiempo habían constituido mi
sustento y descanso se me convertían ahora en un infierno; ¡y el cambio era tan brusco, tan total!
Por fin llegó el amanecer, gris y lluvioso, e iluminó ante mis agotados y doloridos ojos la iglesia de
Ingolstadt, el blanco campanario y el reloj, que marcaba las seis. El portero abrió las verjas del patio,
que había sido mi asilo aquella noche, y salí fuera cruzando las calles con paso rápido, como si
quisiera evitar al monstruo que temía ver aparecer al doblar cada esquina. No me atrevía a volver a mi
habitación; me sentía empujado a seguir adelante pese a que me empapaba la lluvia que, a raudales,
enviaba un cielo oscuro e inhóspito.
Seguí caminando así largo tiempo, intentando aliviar con el ejercicio el peso que oprimía mi espíritu.
Recorrí las calles, sin conciencia clara de dónde estaba o de lo que hacía. El corazón me palpitaba con
la angustia del temor, pero continuaba andando con paso inseguro, sin osar mirar hacia atrás:
Como alguien que, en un solitario camino,
Avanza con miedo y terror,
Y habiéndose vuelto una vez, continúa,
Sin volver la cabeza ya más,
Porque sabe que cerca, detrás,
Tiene a un terrible enemigo.
Así llegué por fin al albergue donde solían detenerse las diligencias y carruajes. Aquí me detuve, sin
saber por qué, y permanecí un rato contemplando cómo se acercaba un vehículo desde el final de la
calle. Cuando estuvo más cerca vi que era una diligencia suiza. Paró delante de mí y al abrirse la
puerta reconocí a Henry Clerval, que, al verme, bajó enseguida.
––Mi querido Frankenstein ––gritó—. ¡Qué alegría! ¡Qué suerte que estuvieras aquí justamente
ahora!
Nada podría igualar mi gozo al verlo. Su presencia traía recuerdos de mi padre, de Elizabeth y de
esas escenas hogareñas tan queridas. Le estreché la mano y al instante olvidé mi horror y mi desgracia.
Repentinamente, y por primera vez en muchos meses, sentí que una serena y tranquila felicidad me
embargaba. Recibí, por tanto, a mi amigo de la manera más cordial, y nos encaminamos hacia la
universidad. Clerval me habló durante algún rato de amigos comunes y de lo contento que estaba de
que le hubieran permitido venir a Ingolstadt.
Puedes suponer lo difícil que me fue convencer a mi padre de que no es absolutamente
imprescindible para un negociante el no saber nada más que contabilidad. En realidad, creo que aún
tiene sus dudas, pues su eterna respuesta a mis incesantes súplicas era la misma que la del profesor
holandés de El Vicario de Wakefield: «Gano diez mil florines anuales sin saber griego, y como muy
bien sin saber griego».
––Me hace muy feliz volver a verte, pero dime cómo están mis padres, mis hermanos y Elizabeth.
––Bien, y contentos; aunque algo inquietos por la falta de noticias tuyas. Por cierto, que yo mismo
pienso sermonearte un poco. Pero, querido Frankenstein continuó, ][