labor terriblemente ardua y difícil. En un principio no sabía bien si intentar crear un ser semejante a mí
o uno de funcionamiento más simple; pero estaba demasiado embriagado con mi primer éxito como
para que la imaginación me permitiera dudar de mi capacidad para infundir vida a un animal tan
maravilloso y complejo como el hombre. Los materiales con los que de momento contaba apenas si
parecían adecuados para empresa tan difícil, pero tenía la certeza de un éxito final. Me preparé para
múltiples contratiempos; mis tentativas podrían frustrarse, y mi labor resultar finalmente imperfecta.
Sin embargo, me animaba cuando consideraba los progresos que día a día se llevan a cabo en las
ciencias y la mecánica; pensando que mis experimentos al menos servirían de base para futuros éxitos.
Tampoco podía tomar la amplitud y complejidad de mi proyecto como argumento para no intentarlo
siquiera. Imbuido de estos sentimientos, comencé la creación de un ser humano. Dado que la pequeñez
de los órganos suponía un obstáculo para la rapidez, decidí, en contra de mi primera decisión, hacer
una criatura de dimensiones gigantescas; es decir, de unos ocho pies de estatura y correcta mente
proporcionada. Tras esta decisión, pasé algunos meses recogiendo y preparando los materiales, y
empecé.
Nadie puede concebir la variedad de sentimientos que, en el primer entusiasmo por el éxito, me
espoleaban como un huracán. La vida y la muerte me parecían fronteras imaginarias que yo rompería
el primero, con el fin de desparramar después un torrente de luz por nuestro tenebroso mundo. Una
nueva especie me bendeciría como a su creador, muchos seres felices y maravillosos me deberían su
existencia. Ningún padre podía reclamar tan completamente la gratitud de sus hijos como yo merecería
la de éstos. Prosiguiendo estas reflexiones, pensé que, si podía infundir vida a la materia inerte, quizá,
con el tiempo (aunque ahora lo creyera imposible), pudiese devolver la vida a aquell