pasar de ahí; pero en la investigación científica siempre hay materia por descubrir y de la cual
asombrarse. Cualquier inteligencia normalmente dotada que se dedique con interés a una determinada
área, llega sin duda a dominarla con cierta profundidad. También yo, que me afanaba por conseguir
una meta, y a cuyo fin me dedicaba por completo, progresé con tal rapidez que tras dos años conseguí
mejorar algunos instrumentos químicos, lo que me valió gran, admiración y respeto en la universidad.
Llegado a este punto, y, habiendo aprendido todo lo que sobre la práctica y la teoría de la filosofía
natural podían enseñarme los profesores de Ingolstadt, pensé en volver con los míos a mi ciudad, dado
que mi permanencia en la universidad ya no conllevaría mayor progreso. Pero se produjo un accidente
que detuvo mi marcha.
Uno de los fenómenos que más me atraían era el de la estructura del cuerpo humano y la de
cualquier ser vivo. A menudo me preguntaba de dónde vendría el principio de la vida. Era una,
pregunta osada, ya que siempre se ha considerado un misterio. Sin embargo, ¡cuántas cosas estamos a
punto de descubrir si la cobardía y la dejadez no entorpecieran nuestra curiosidad! Reflexionaba
mucho sobre todo ello, y había decidido dedicarme preferentemente a aquellas ramas de la filosofía
natural vinculadas a la fisiología. De no haberme visto animado por un entusiasmo casi sobrehumano,
esta clase de estudios me hubieran resultado tediosos y c