Estuvimos hasta muy tarde escuchando sus lamentaciones y haciendo múltiples pequeños planes
para el futuro. Las lágrimas asomaban a los ojos de Elizabeth, lágrimas ante mi partida y ante el
pensamiento de que mi marcha debía haberse producido meses antes y acompañada de la bendición de
mi madre.
Me dejé caer en la calesa que debía transportarme, y me embargaron los pensamientos más tristes.
Yo, que siempre había vivido rodeado de afectuosos compañeros, prestos todos a proporcionarnos
mutuas alegrías, me encontraba ahora solo. En la universidad hacia la que me dirigía debería buscarme
mis propios amigos y valerme por mí mismo. Hasta aquel momento mi vida había sido
extraordinariamente hogareña y resguardada, y esto me había creado una invencible repugnancia hacia
los rostros desconocidos. Adoraba a mis hermanos, a Elizabeth y a Clerval; sus caras eran «viejas
conocidas»; pero me consideraba totalmente incapaz de tratar con extraños. Estos eran mis
pensamientos al comenzar el viaje, pero a medida que avanzaba se me fue levantando el ánimo.
Deseaba ardientemente adquirir nuevos conocimientos. En casa, a menudo había reflexionado sobre lo
penoso de permanecer toda la juventud encerrado en el mismo lugar, y ansiaba descubrir el mundo y
ocupar mi puesto entre los demás seres humanos. Ahora se cumplían mis deseos, y no hubiera sido
consecuente arrepentirme.
Durante el viaje, que fue largo y fatigoso, tuve tiempo suficiente para pensar en estas y otras muchas
cosas. Por fin apareció el alto campanario blanco de la ciudad. Bajé y me condujeron a mi solitaria
habitación. Disponía del resto de la tarde para hacer lo que quisiera.
A la mañana siguiente entregué mis cartas de presentación y visité a los principales profesores, entre
otros al señor Krempe, profesor de filosofía natural. Me recibió con mucha educación y me hizo
diversas preguntas sobre mi conocimiento de las distintas ramas científicas, relacionadas con la
filosofía natural. Temblando y con cierto miedo, a decir verdad, cité los únicos autores cuyas obras yo
había leído al respecto. El profesor me miró fijamente:
––¿De verdad que ha pasado usted el tiempo estudiando semejantes tonterías? --me preguntó.
Al responder afirmativamente, el señor Krempe continuó con énfasis:
––Ha malgastado cada minuto invertido en esos libros. Se ha embotado la memoria de teorías
rebasadas y nombres inútiles, ¡Dios mío! ¿En qué desierto ha vivido usted que no había nadie lo
suficientemente caritativo como para informarle de que esas fantasías que tan concienzudamente ha
absorbido tienen va mil años y están tan caducas como anticuadas? No esperaba encontrarme con un
discípulo de Alberto Magno y Paracelso en esta época ilustrada. Mi buen señor, deberá empezar de
nuevo sus estudios.
Y diciendo esto, se apartó, me hizo una lista de libros sobre filosofía natural, que me pidió que
leyera, y me despidió, comunicándome que a principios de la semana próxima comenzaría un
seminario sobre filosofía natural y sus implicaciones generales, y que el señor Waldman, un colega
suyo, en días alternos a él hablaría de química.
Regresé a casa no del todo disgustado, pues hacía tiempo que yo mismo consideraba inútiles a
aquellos autores tan desaprobados por el profesor, si bien no me sentía demasiado inclinado a leer los
libros que conseguí bajo su recomendación. El señor Krempe era un hombrecillo fornido, de voz ruda
y desagradable aspecto, y por tanto me predisponía poco en favor de su doctrina. Además yo sentía
cierto desprecio por la aplicación de la filosofía natural moderna. Era muy distinto cuando los
maestros de la ciencia buscaban la inmortalidad y el poder; tales enfoques, si bien carentes de valor,
tenían grandeza; pero ahora el panorama había cambiado. El objetivo del investigador parecía limitarse
a la aniquilación de las expectativas sobre las cuales se fundaba todo mi interés por la ciencia. Se me
pedía que trocara quimeras de infinita grandeza por realidades de escaso valor.
Estos fueron mis pensamientos durante los dos o tres primeros días que pasé en casi completa
soledad. Pero al comenzar la semana siguiente recordé la información que sobre las conferencias me
había dado el señor Krempe, y aunque no pensaba escuchar al fatuo hombrecillo pronunciando
sentencias desde la cátedra, me vino a la memoria lo que había dicho sobre el señor Waldman, al cual
aún no había conocido por hallarse fuera de la ciudad. En parte por curiosidad y en parte por ocio, me
dirigí a la sala de conferencias, donde poco después hizo su entrada el señor Waldman. Era muy
distinto de su colega. Aparentaba tener unos cincuenta años, pero su aspecto demostraba una gran
benevolencia. Sus sienes aparecían levemente encanecidas, pero tenía el resto del pelo casi negro. No
era alto pero sí erguido, y tenía la voz más dulce que hasta entonces había oído. Empezó su
conferencia con un resumen histórico de la química y los diversos progresos llevados a cabo por los
sabios, pronunciando con gran respeto el nombre de los investigadores más relevantes. Pasó entonces a
Página 13