constantemente; era de disposición dócil, pero incapaz de cualquier prolongado esfuerzo mental.
William, el benjamín de la familia, era todavía un niño y la criatura más preciosa del mundo; tenía los
ojos vivos y azules, hoyuelos en las mejillas y modales zalameros, e inspiraba la mayor ternura.
Tal era nuestro ambiente familiar, en el cual el dolor y la inquietud no parecían tener cabida. Mi
padre dirigía nuestros estudios, y mi madre participaba de nuestros entretenimientos. Ninguno de
nosotros gozaba de más influencia que el otro; la voz de la autoridad no se oía en nuestro hogar, pero
nuestro mutuo afecto nos obligaba a obedecer y satisfacer el más mínimo deseo del otro.
Capítulo 2
Cuando contaba diecisiete años, mis padres decidieron que fuera a estudiar a la universidad de
Ingolstadt. Hasta entonces había ido a los colegios de Ginebra, pero mi padre consideró conveniente
que, para completar mi educación, me familiarizara con las costumbres de otros países. Se fijó mi
marcha para una fecha próxima, pero, antes de que llegara el día acordado, sucedió la primera
desgracia de mi vida, como si fuera un presagio de mis futuros sufrimientos.
Elizabeth había cogido la escarlatina, pero la enfermedad no era grave y se recuperó con rapidez.
Muchas habían sido las razones expuestas para convencer a mi madre de que no la atendiera
personalmente, y en un principio había accedido a nuestros ruegos. Pero, cuando supo que su favorita
mejoraba, no quiso seguir privándose de su compañía y comenzó a frecuentar su dormitorio mucho
antes de que él peligro de infección hubiera pasado. Las consecuencias de esta imprudencia fueron
fatales. Mi madre cayó gravemente enferma al tercer día, y el semblante de los que la atendían
pronosticaba un fatal desenlace. La bondad y grandeza de alma de esta admirable mujer no la
abandonaron en su lecho de muerte. Uniendo mis manos y las de Elizabeth dijo:
––Hijos míos, tenía puestas mis mayores esperanzas en la posibilidad de vuestra futura unión. Esta
esperanza será ahora el consuelo de vuestro padre. Elizabeth, cariño, debes ocupar mi puesto y cuidar
de tus primos pequeños. ¡Ay!, siento dejaros. ¡Qué difícil resulta abandonaros habiendo sido tan feliz y
habiendo gozado de tanto cariño! Pero no son éstos los pensamientos que debieran ocuparme. Me
esforzaré por resignarme a la muerte con alegría y abrigaré la esperanza de reunirme con vosotros en el
más allá.
Murió dulcemente; y su rostro aun en la muerte reflejaba su cariño. No necesito describir los
sentimientos de aquellos cuyos lazos más queridos se ven rotos por el más irreparable de los males, el
vacío que inunda el alma y la desesperación que embarga el rostro. Pasa tanto tiempo antes de que uno
se pueda persuadir de que aquella a quien veíamos cada día, y cuya existencia misma formaba parte de
la nuestra, ya no está con nosotros; que se ha extinguido la viveza de sus amados ojos y que su voz tan
dulce y familiar se ha apagado para siempre. Estos son los pensamientos de los primeros días. Pero la
amargura del dolor no comienza hasta que el transcurso del tiempo demuestra la realidad de la pérdida.
¿Pero a quién no le ha robado esa desconsiderada mano algún ser querido? ¿Por qué, pues, había de
describir el dolor que todos han sentido y deberán sentir? Con el tiempo llega el momento en el que el
sufrimiento es más una costumbre que una necesidad y, aunque parezca un sacrilegio, y a no se
reprime la sonrisa que asoma a los labios. Mi madre había muerto, pero nosotros aún teníamos
obligaciones que cumplir; debíamos continuar nuestro camino junto a los demás y considerarnos
afortunados mientras quedara a salvo al menos uno de nosotros.
De nuevo se volvió a hablar sobre mi viaje a Ingolstadt, que se había visto aplazado por los
acontecimientos. Obtuve de mi padre algunas semanas de reposo, período que transcurrió tristemente.
La muerte de mi madre y mi cercana marcha nos deprimía, pero Elizabeth intentaba reavivar la alegría
en nuestro pequeño círculo. Desde la muerte de su tía había adquirido una nueva firmeza y vigor. Se
propuso llevar a cabo sus obligaciones con la mayor exactitud, y entendió que su principal misión
consistía en hacer felices a su tío y primos. A mí me consolaba, a su tío lo distraía, a mis hermanos los
educaba. Nunca la vi tan encantadora como en estos momentos, cuando se desvivía por lograr la
felicidad de los demás, olvidándose por completo de sí misma.
Llegó por fin el día de mi marcha. Me había despedido de todos mis amigos menos Clerval, que
pasó la última velada con nosotros. Lamentaba profundamente no acompañarme, pero su padre se
resistió a dejarlo partir. Tenía la intención de que su hijo lo ayudara en el negocio, y seguía su teoría
favorita de que los estudios resultaban superfluos en la vida diaria. Henry tenía una mente educada; no
era su intención permanecer ocioso ni le disgustaba ser el socio de su padre, sin embargo creía que se
podría ser muy buen negociante y no obstante ser una persona culta.
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