Caballo de Troya
J. J. Benítez
a las fajas), estaban estupefactos. Su miedo inicial por la seguridad de su jefe y del resto del
grupo fue disipándose conforme avanzábamos.
Cientos -quizá miles- de peregrinos de toda Judea, de la Perea y hasta de Galilea parecían
haberse vuelto repentinamente locos. Muchos hombres se despojaban de sus ropones y los
extendían sobre el polvo del sendero, sonriendo y mostrándose encantados ante el paso del
jumentillo. Como un solo individuo, las mujeres, niños, ancianos y adultos gritaban y repetían
sin cesar «¡Bendito el que viene en nombre del Divino!...» «¡Bendito sea el reino que viene del
cielo!...»
Tal y como suponía, las gentes no gritaron los conocidos hosanna, por la sencilla razón de que
esta exclamación era una señal o petición de auxilio, según la etimología original de la palabra
judía1.
Quiero creer que aquel mismo escalofrío que me recorrió la espalda y que me hizo temblar,
fue experimentado también por los apóstoles cuando, espontáneamente, muchos de aquellos
hebreos cortaron ramas de olivos, saludando al Maestro, lanzando a su paso las flores violetas
de los cinamomos y quemando, incluso, las ramas de este árbol, de forma que un fragante
aroma se esparció por el ambiente.
Sinceramente, ninguno de los seguidores del Cristo podía esperar un recibimiento como
aquel. ¿Dónde estaban las amenazas y la orden de captura del Sanedrín?
Algunas mujeres levantaban en vilo a sus niños, poniéndolos en brazos del Nazareno, que los
acariciaba sin cesar. El corazón de Jesús, sin ningún género de dudas, estaba alegre.
Pero, ante mi sorpresa, cuando todo hacía suponer que la comitiva seguiría por el camino
habitual -el que yo había tomado para dirigirme a Betania- Jesús y los doce giraron a la
derecha, iniciando el ascenso de la ladera oriental del Olivete. Yo no había reparado en aquella
empinada y pedregosa trocha que, efectivamente, servía para atajar. A los pocos metros, Jesús
saltaba ágilmente del voluntarioso jumentillo, prosiguiendo a pie el ascenso hacia la cumbre de
la «montaña de las aceitunas». La lluvia hacía rato que había cesado, aunque el cielo seguía
con unas negras y amenazantes nubes.
Mientras el grupo se estiraba, caminando prácticamente en fila de a uno entre las
plantaciones de olivos, el corazón me dio un vuelco. Aunque el módulo se hallaba en la cota
más alta del Olivete y sobre unos peñascos donde no habíamos advertido sendero alguno,
siempre cabía la posibilidad de que los participantes en aquella agitada manifestación de júbilo
pudieran penetrar en la franja de seguridad de la «cuna».
Instintivamente me aparté del camino y advertí a Eliseo de la aproximación de la comitiva.
Al alcanzar la cumbre, el Maestro se detuvo. Respiré aliviado al comprobar que el «punto de
contacto» del módulo se hallaba mucho más a la derecha y como a unos trescientos pies de
donde nos habíamos detenido.
Jerusalén, desde aquella posición privilegiada, aparecía en todo su esplendor. Las torres de
la fortaleza Antonia, del palacio de Herodes y, sobre todo, la cúpula y las murallas del Templo
se habían teñido de amarillo con la caída de la tarde, destacando sobre un mosaico de casas y
callejuelas blanco-cenicientas.
Un repentino silencio planeó sobre la comitiva, apenas roto por el rumor de abigarrados
grupos de israelitas que corrían desde las puertas de la Fuente y de las Tejoletas -al sur de las
murallas- advertidos de la llegada del profeta.
El semblante de Cristo cambió súbitamente. De aquel abierto y contagioso buen humor había
pasado a una extrema gravedad. Los discípulos se percataron de ello pero, sencillamente, no
entendían las razones del rabí. Todo estaba saliendo a pedir de boca...
El silencio se hizo definitivamente total, casi angustioso, cuando los allí reunidos
comprobamos cómo Jesús de Nazaret, adelantándose hasta el filo de la ladera occidental del
Olivete, comenzaba a llorar. Fue un llanto suave, sin estridencia alguna. Las lágrimas corrieron
mansamente por las mejillas y barba del Nazareno. Yo sentí un estremecimiento y en mi
garganta se formó un nudo áspero.
Con los brazos desmayados a lo largo de su túnica, el Cristo, sin poder evitar su emoción y
con voz entrecortada, exclamó:
1
La inclusión de los familiares «¡Hosanna al hijo de David!», que aparecen en los evangelios canónicos, parece ser
una concesión posterior de la Iglesia primitiva, en base al salmo 118, 25, y que servia como profesión de fe, tal y como
apuntó muy acertadamente Leonardo Boff. (N. del m.)
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