Caballo de Troya
J. J. Benítez
de la presencia de aquel galileo -hacedor de maravillas- y con los suficientes arrestos como
para plantar cara a los sumos sacerdotes.
No fue preciso esperar mucho tiempo. A eso de la una y media de la tarde, Pedro y Juan se
reunieron con el resto de la comitiva, que les esperaba ya a las afueras de la aldea de Lázaro.
Tal y como había pronosticado el Maestro, cuando el voluntarioso Pedro llegó a Betfagé, allí
estaban los animales: un asno y su cría.
La verdad es que, conociendo el poblado y a sus gentes -todas ellas fervientes seguidores de
Jesús-, encontrar en sus calles a los mencionados jumentos y convencer a su dueño para que
prestara uno de ellos al rabí tampoco debía ser considerado como un hecho milagroso. Ésa, al
menos, fue mi impresión. Si en algo se distinguían Betania y Betfagé del resto de las
poblaciones de Israel era precisamente en eso: en el profundo afecto y en la férrea fe de sus
habitantes por el Cristo. Lázaro me confesó que estaba convencido de que aquel milagro del
Nazareno -posiblemente uno de los más extraordinarios de cuantos llevó a cabo durante su vida
pública- había tenido por escenario Betania, no para que las gentes de ambas aldeas creyesen,
sino más bien porque ya creían. La teoría no era mala. Ciudades y pueblos mucho más
importantes -caso de Nazaret, Cafarnaúm, Jerusalén, etc.- habían rechazado a Jesús...
El caso es que, según contó Pedro, cuando éste se disponía a soltar el jumento, se presentó
el propietario. Al preguntarle por qué hacían aquello, el discípulo le explicó para quién era y el
hebreo, sin más, respondió:
-Si vuestro Maestro es Jesús de Galilea, llevadle el pollino.
Al ver el asnillo -de pelo pardo, apenas de un metro de alzada y posiblemente de la llamada
raza «silvestre» (muy común en Africa y en Oriente)- casi todos los presentes nos hicimos la
misma pregunta: ¿Para qué podía necesitar el Maestro aquella dócil cría de asno? Jesús siempre
había trillado los caminos con la única ayuda de sus fuertes piernas, que hoy serian envidiadas
por muchos corredores de maratón... Poco después, al verle desfilar entre la muchedumbre que
se agolpaba en el camino y en las calles de Jerusalén -a lomos del jumentillo- empecé a
sospechar cuáles podían ser las verdaderas razones que habían impulsado a Jesús a buscar el
concurso de aquel pequeño animal.
El Maestro, sin más demoras, dio la orden de salir hacia Jerusalén. Los gemelos, en un gesto
que Jesús agradeció con una sonrisa, dispusieron sus mantos sobre el burro, sujetándolo por el
ronzal mientras aquel gigante montaba a horcajadas. El Nazareno tomó la cuerda que hacia las
veces de riendas y golpeó suavemente al asno con sus rodillas, invitándole a avanzar.
La considerable estatura del rabí le obligaba a flexionar sus largas piernas hacia atrás, a fin
de no arrastrar los pies por el polvo del camino. Con todos mis respetos hacia el Señor, su
figura, cabalgando de semejante guisa sobre el jumento, era todo un espectáculo, mitad
ridículo, mitad cómico. Poco a poco, como digo, me fui dando cuenta que aquél, precisamente,
era uno de los efectos que parecía buscar el Maestro. La tradición -tanto oriental como romanafijaba que los reyes y héroes entrasen siempre en las ciudades a lomos de briosos corceles o
engalanados carros. Algunas de las profecías judías hablaban, incluso, de un rey -un Mesíasque entraría en Jerusalén como un aguerrido libertador, sacudiendo de Israel el yugo de la
dominación extranjera.
Pero, ¿qué clase de sentimientos podía provocar en el pueblo un hombre de semejante
estatura, a lomos de un burrito? Indudablemente, una de las razones para entrar así en la
ciudad santa había que buscarla en una intencionada idea de ridiculizar el poder puramente
temporal. Y Jesús iba a lograrlo....
Al principio, tanto los hombres de su grupo, como las diez o doce mujeres elegidas por Jesús
-y que se habían unido a la comitiva- quedaron desconcertados. Pero el Maestro era así,
imprevisible, y ellos le amaban por encima de todo. <: