Caballo de Troya
J. J. Benítez
Al visitar en los días sucesivos Jerusalén pude darme cuenta de la gran importancia que
tenía para los residentes habituales de la ciudad santa la presencia de aquellos miles de
peregrinos -llegados de todas las provincias y del extranjero- y, sobre todo, el beneficio
económico que les representaba el hecho de que cada hebreo tuviera que gastar durante la
Pascua una parte de sus ingresos anuales. Un dinero que siempre resultaba considerable, si
tenemos en consideración que ese «segundo diezmo» era extraído de las ganancias globales de
las ventas del ganado, de los frutales y de los viñedos de cuatro años, amén de los trabajos
artesanales.
El Nazareno terminó su plática, adelantándoles que «aún les dejaría muchas consignas y
lecciones..., antes de volver al Padre». Pero los discípulos no terminaron de comprender a qué
se refería.
Al final, ninguno se atrevió a hacer una sola pregunta.
Una vez concluida la «conferencia», Cristo tomó aparte a Lázaro, que me había acompañado
hasta la casa de Simón, y le recomendó que hiciera los preparativos precisos para dejar
Betania. Jesús, el propio resucitado y todos nosotros sabíamos que -después del milagro- el
Sanedrín había discutido y llegado a la conclusión de que Lázaro debía ser también eliminado.
«¿De qué servía prender y ajusticiar al Galileo si quedaba con vida su amigo, testigo de
excepción del milagroso suceso?» Este planteamiento -no carente de lógica- había movido a los
sacerdotes a planear una acción paralela, que culminase con el arresto de Lázaro.
Mi amigo obedeció y pocos días más tarde huía a la población de Filadelfia, en la zona más
oriental de la fértil Perea. Cuando los policías del Sanedrín acudieron a prenderle, sólo Marta,
María y sus sirvientes permanecían en la casa.
El resto de la mañana -hasta la una y media de la tarde, en que el gigante dio la orden de
partida hacia Jerusalén- el rabí prefirió retirarse a lo más frondoso del jardín de Simón.
Esa misma noche, de regreso a Betania, tuve el valor de preguntarle por qué había elegido
aquella forma de entrada en la ciudad santa. El Maestro, perfecto conocedor de las Escrituras,
me respondió escuetamente:
«Así convenía, para que se cumplieran las profecías...»
Efectivamente, tanto en el Génesis (49,11) como en Zacarías (9,9) se dice que el Mesías
liberador de Jerusalén vendría desde el monte de los Olivos, montado en un jumentillo.
Zacarías, concretamente, dice: «¡Alegraos, grandemente, oh hija de Sión! ¡Gritad, oh hija de
Jerusalén! Mirad, vuestro rey ha veni do a vosotros. Es justo y trae la salvación. Viene como el
más bajo, montado en un asno, en un pollino, la cría de un asno.»
Hacia la hora sexta (las doce del mediodía), tras un frugal almuerzo, Jesús -que había
recobrado el excelente buen humor del día anterior- pidió a Pedro y a Juan que se adelantaran
hasta el poblado de Betfagé.
-Cuando lleguéis al cruce de los caminos -les dijo- encontraréis atada a la cría de un asno.
Soltad el pollino y traedlo.
-Pero, Señor -argumentó Pedro con razón-, ¿y qué debemos decirle al propietario?
-Si alguien os pregunta por qué lo hacéis, decid simplemente:
«El Maestro tiene necesidad de él.»
Pedro, muy acostumbrado ya a estas situaciones desconcertantes, se encogió de hombros y
salió hacia Betfagé. El joven Juan -un muchachito silencioso, casi taciturno (debería andar por
los 16 o 17 años), enjuto como una caña y de ojos negros como el carbón- permaneció aún
unos instantes contemplando a su ídolo. En su mirada se adivinaba la sorpresa y un cierto
temor. ¿Qué estaba tramando el Maestro?
De pronto cayó en la cuenta de que Pedro se encaminaba ya hacia la puerta de salida y,
dando un brinco, salió a la carrera en Persecución de su amigo.
Para entonces, David Zebedeo -uno de los más activos seguidores de Cristo- sin contar para
nada con el Maestro ni con los doce, había tenido la genial intuición de echarse al camino de
Jerusalén y, en compañía de otros creyentes, comenzó a alertar a los peregrinos de la
inminente llegada de Jesús de Nazaret. Aquella iniciativa -como quedó demostrado despuésiba a contribuir decisivamente a la masiva y triunfal entrada del Maestro en la ciudad santa.
Además de los cientos de hebreos que, como cada día, habían acudido hasta Betania, otros
miles de habitantes de Jerusalén y de los recién llegados a la Pascua, tuvieron cumplida noticia
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