Caballo de Troya
J. J. Benítez
Sólo conociendo este deplorable entorno social en el que malvivía la mujer judía, uno podía
alcanzar a entender en su justa medida el valor de Jesús al rodearse de mujeres, conversar con
ellas e instruirías y tratarlas como a los hombres. Quedé muy sorprendido al comprobar que el
rabí de Galilea no sólo había escogido a doce varones, sino que también había procurado
rodearse de otro grupo de mujeres (llegué a contar hasta diez), que seguían al Maestro allí
donde iba. Este hecho, como otros que poco a poco iría descubriendo, no había sido incluido
con claridad en los Evangelios canónicos que conocemos.
Tal y como me había anunciado Eliseo en la última conexión auditiva, aquella mañana del
domingo, 2 de abril, amaneció nublada. Una fina lluvia refrescó sensiblemente la temperatura,
sacando un brillo especial a las campiñas y perfumando Betania con un agradable olor a tierra
mojada.
En cuanto me fue posible me trasladé a la casa de Simón. El Maestro, madrugador, había
llamado a sus hombres y mujeres, reuniéndose con ellos en el jardín. Allí, el gigante -que
presentaba un semblante más serio que en la jornada anterior- les dio instrucciones concretas,
de cara a la próxima celebración de la Pascua. Insistió especialmente en que no llevaran a cabo
manifestación pública alguna mientras permaneciesen en el interior de la ciudad santa y que,
sobre todo, no se movieran de su lado.
Una vez más, los discípulos asociaron aquellas medidas precautorias con la orden de captura
dictada por el Sanedrín. Jesús, como creo que ya he mencionado, sabía que algunos de sus
hombres iban permanentemente armados. Sin embargo, no hizo alusión alguna a sus espadas.
Cuando Jesucristo comenzó a hacer un repaso de lo que había sido su m