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Caballo de Troya J. J. Benítez -Yosé ben Yojanán- había llegado a decir hacia el año 150 antes de Cristo: «No hables mucho con una mujer. Esto vale de tu propia mujer, pero mucho más de la mujer de tu prójimo.» Las reglas de la buena educación prohibían, incluso, encontrarse a solas con una hebrea, mirar a una casada o saludarla. Era un deshonor para un alumno de los escribas hablar con una mujer en la calle. Aquella rigidez llegaba a tal extremo que la judía que se entretenía con todo el mundo en la calle o que hilaba a la puerta de SU casa podía ser repudiada, sin recibir el pago estipulado en el contrato matrimonial. La situación de la mujer en la casa no se veía modificada, en relación a esta conducta pública. Las hijas, por ejemplo, debían ceder siempre los primeros puestos -e incluso el paso por las puertas- a los muchachos. Su formación se limitaba estrictamente a las labores domésticas, así como a coser y tejer. Cuidaban de los hermanos más pequeños y, respecto al padre, tenían la obligación de alimentarlo, darle de beber, vestirlo, cubrirlo, sacarlo y meterlo cuando era anciano, y lavarle la cara, las manos y los pies. Sus derechos, en lo que se refiere a la herencia, no era el mismo que el de los varones. Los hijos y sus descendientes precedían a las hijas. La patria potestad era extraordinariamente grande respecto a las hijas menores antes de su boda. Se hallaban en poder de su padre. La sociedad judía de aquel tiempo distinguía tres categorías: la menor (hasta la edad de «doce años y un día»), la joven (entre los doce y los doce años y medio), y la mayor (después de los doce años y medio). Hasta esa edad de los doce años y medio, el cabeza de familia tenía toda la potestad, a no ser que la joven -aunque menor- estuviese ya prometida o separada. Según este código social, las hijas no tenían derecho a poseer absolutamente nada: ni el fruto de su trabajo ni lo que pudiese encontrar, por ejemplo, en la calle. Todo era del padre. La hija -hasta la edad de doce años y medio- no podía rechazar un matrimonio impuesto por su padre. Se llegó a dar el caso de ser casadas con hombres deformes. El escrito rabínico Ketubot hablaba, incluso, de algunos padres atolondrados que llegaron a olvidar a quién habían prometido sus hijas... El padre podía vender a su hija como esclava, siempre que no hubiera cumplido los doce años. Los esponsales solían celebrarse a una edad muy temprana. Al año, generalmente, la hija celebraba la boda propiamente dicha, pasando entonces de la potestad del padre a la del marido. (Y realmente, no se sabía qué podía ser peor.) Después del «contrato de compraventa», porque eso era en el fondo la ceremonia de esponsales y matrimonio, la mujer pasaba a vivir a la casa del esposo. Esto, generalmente, significaba una nueva carga, amén del enfrentamiento con otra familia extraña a ella que casi siempre manifestaba una abierta hostilidad hacia la recién llegada. A decir verdad, la diferencia entre la esposa y una esclava o una concubina era que aquélla disponía de un contrato matrimonial y la última no. A cambio de muy pocos derechos, la esposa se encontraba cargada de deberes: tenía que moler, coser, lavar, cocinar, amamantar a los hijos, hacer la cama de su marido y, en compensación por su sustento, hilar y tejer. Otros añadían incluso a estas obligaciones las de lavar la cara, manos y pies y preparar la copa del marido. El poder del marido y del padre llegaba al extremo de que, en caso de peligro de muerte, había que salvar antes al marido. Al estar permitida la poligamia, la esposa tenía que soportar la presencia y las constantes afrentas de la o las concubinas. En cuanto al divorcio, el derecho estaba única y exclusivamente de parte del marido. Esto daba lugar, lógicamente, a constantes abusos. Por supuesto, desde el punto de vista religioso, la mujer israelita tampoco estaba equiparada al hombre. Se veía sometida a todas las prescripciones de la Torá y al rigor de las leyes civiles y penales -incluida la pena de muerte- no teniendo acceso, en cambio, a ningún tipo de enseñanza religiosa. Es más: una sentencia de R. Eliezer decía que «quien enseña la Torá (la ley) a su hija, le enseña el libertinaje». Este «eminente» doctor -que vivió hacia el año 90 después de Cristo- decía también: «Vale más quemar la Torá que transmitirla a las mujeres.» En la casa, la mujer no era contada en el número de las personas invitadas -tal y como había tenido oportunidad de comprobar en el banquete ofrecido por Simón, «el leproso»- y tampoco tenía el derecho a prestar testimonio en un juicio. Sencillamente, «era considerada como mentirosa... por naturaleza». Era muy significativo que el nacimiento de un varón era motivo de alegría, y el de una niña se veía acompañado de la indiferencia, incluso de la tristeza. Los escritos rabínicos Qiddushin (82 b) y hasta el Nidda (31 b) afirmaban: «¡Desdichado de aquel cuyos hijos son niñas!» 94