Caballo de Troya
J. J. Benítez
Los fariseos optaron por levantarse, renunciando a seguir con aquella batalla dialéctica.
Entre expresivas muestras de indignación, lavaron sus manos en sendas jofainas. Pero Jesús no
había terminado. Y antes de que pudieran abandonar el recinto les espetó:
-¡Ay de vosotros, fariseos!. Laváis el exterior de la copa sin comprender que quien ha hecho
el exterior hizo también el interior...
Empezaba a estar muy claro para mí por qué las castas de sacerdotes, escribas y fariseos se
habían conjurado para prender y dar muerte a aquel Hombre.
La borrascosa cena culminó prácticamente con la salida de los sacerdotes. Cuando los
invitados se despedían ya de Simón, Pedro se aproximó a su Maestro y, con aire conciliador, le
propuso que María fuera apartada del grupo, «ya que las mujeres comentó- no son dignas de la
Vida». El Nazareno debió de quedar tan perplejo como yo. Y en el mismo tono, respondió al
impulsivo discípulo:
-Yo la guiaré para hacerla hombre, para que ella se transforme también en espíritu viviente
semejante a vosotros, los hombres. Porque toda mujer que se haga hombre entrará en el Reino
de los Cielos.
Esa noche, al retirarme a mi habitación y establecer la conexión con el módulo, Eliseo me
anunció que el frente frío había penetrado ya por el Oeste y que, muy probablemente, la
entrada de Jesús en Jerusalén -prevista para el día siguiente, domingo- se vería amenazada por
la lluvia.
2
DE ABRIL, DOMINGO
Aquella noche del sábado necesité tiempo para conciliar el sueño. Habían sido demasiadas
emociones... Pero, sobre todo, había algo que me preocupaba. ¿Por qué Jesús había hecho
aquella manifestación sobre las mujeres? Después de mucho cavilar sólo pude llegar a una
conclusión: el Nazareno era consciente de la deprimente situación social de la mujer y se había
propuesto reivindicaría. En los estudios que habían precedido a la Operación Caballo de Troya,
yo había tenido la oportunidad de comprobar que, en la casi totalidad del Oriente e Israel no
era una excepción- el papel de la mujer en la vida pública y social era nulo. Pero los textos y
documentos que yo había manejado en mi preparación distaban mucho de la realidad. Por lo
poco que llevaba observado, el desprecio de los hombres por sus compañeras era algo que
clamaba al cielo. Cuando la mujer judía, por ejemplo, salía de su casa -no importaba para quétenía que llevar la cara cubierta con un tocado que comprendía dos velos sobre la cabeza, una
diadema sobre la frente con cintas colgantes hasta la barbilla- y una malla de cordones y
nudos. De este modo no se podían conocer los rasgos de su rostro. Entre los hebreos se
contaba el sucedido de un sacerdote importante de Jerusalén que no llegó a conocer a su propia
esposa al aplicarle el procedimiento prescrito para la mujer sospechosa de adulterio. (Pocos
días después tendría la magnífica ocasión de asistir a una triste y fanática tradición que los
judíos denominaban «las aguas amargas», comprendiendo un poco mejor la revolucionaria
postura de Jesús para con las hebreas.)
La mujer que salía de su hogar sin llevar la cabeza cubierta ofendía hasta tal punto las
buenas costumbres que su marido tenía el derecho y -según los doctores de la ley- hasta el
deber de despedirla, sin estar obligado a pagarle la suma estipulada para el caso de divorcio.
Pude advertir que, en este aspecto, había mujeres tan estrictas que tampoco se descubrían en
su propia casa. Este fue el caso de una tal Qimjit que -según se cuenta- vio a siete hijos llegar
a sumos sacerdotes, lo que se consideró una recompensa divina por su austeridad. «Que venga
sobre mí esto y aquello -decía la púdica--si las vigas de mi casa han visto jamás mi cabellera.»
Sólo el día de la boda, si la mujer era virgen y no viuda, aparecía en el cortejo con la cabeza
al descubierto.
Ni qué decir tiene que las israelitas -especialmente las de la ciudad- debían pasar
inadvertidas en público. Uno de los escribas
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