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Caballo de Troya J. J. Benítez discípulos, si habían entendido el fondo del problema e intuían que aquélla podía ser la última Pascua de Jesús. Los murmullos decrecieron, pero algunos de los apóstoles siguieron comentando el suceso, moviendo negativamente la cabeza, en señal de desacuerdo con el rabí. Judas Iscariote había caído en un impenetrable silencio. Sus ojos me asustaron. Destilaban un odio sordo y contenido. Saltaba a la vista que había tomado aquellas palabras de Jesús como un reproche personal e, indudablemente, se había sentido ridiculizado ante los demás. En mi opinión, debió ser a raíz de aquel incidente cuando el traidor comenzó a tramar su venganza contra el Galileo. Dudo mucho que Judas pensase en aquellos momentos en la entrega del Maestro a los miembros del Sanedrín. No tenía sentido, ya que la propia policía del templo había recibido órdenes concretas de apresarle. Sin embargo, su espíritu vengativo vio abierto así un camino para tratar de humillar a Cristo y resarcirse. Estaba ya próxima la vigilia del domingo cuando algunos de los fariseos, que habían permanecido en un prudente silencio, se dirigieron a Jesús y, prescindiendo de la valiosa naturaleza del perfume, le recriminaron por haber consentido que aquella mujer hubiera violado las sagradas leyes del descanso sabático. Según acerté a entender, una de las normas establecía que una mujer «no podía salir de su casa con una aguja que tuviera agujero (es decir, apta para coser), ni con un anillo que tuviera sello, ni con un gorro en forma de caracol, ni con un frasco de perfume». Si infringía este código, estaba obligada a pagar y ofrecer un sacrificio, en compensación por su pecado. Jesús observó divertido a los sacerdotes. -Decidme -les preguntó- ¿de dónde venís? -De Jerusalén -afirmaron. -¿Y cómo es posible que condenéis a una mujer que ha caminado menos de un estadio, habiendo recorrido vosotros más de quince? Recordé entonces que los hebreos hacían una trampa para poder salvar los dos mil codos o un kilómetro, que era el trayecto máximo permitido en sábado. Jesús sabia que, aunque el pueblo sencillo ponía en práctica el erub, los «santos» o «separados» presumían públicamente de su extrema pureza, no dudando en cambio en infringir estas leyes cuando estaba en juego una buena comilona. Los fariseos se revolvieron inquietos. Pero el Cristo no estaba dispuesto a concederles cuartel. La casi totalidad de los 5000 miembros de las comunidades o hermandades de fariseos de Israel eran comerciantes, artesanos o campesinos, carentes de la sólida formación de los escribas y que, en base a sus estrictas normas para con la pureza y el pago del diezmo, se habían elevado por encima de los ammê ha' -ares o gran masa del pueblo de Israel. Este engreimiento y dureza de corazón era algo que no soportaba el rabí de Galilea. Y no tardó en proclamarlo en sus propias narices, para regocijo de unos y nerviosismo de otros; en especial de sus más allegados, que temían la ira de los que se autoproclamaban como el «partido del pueblo». -¡Ay de vosotros, fariseos! -lanzó Jesús valientemente-. Sois como un perro acostado en el pesebre de los bueyes: ni come él, ni deja comer a los bueyes. -¿Quién eres tú -esgrimieron los representantes de Caifás con aire de suficiencia- para enseñarnos dónde está la Verdad? -¿ Para qué salisteis al campo? -arremetió el Nazareno-. ¿Para ver quizá una caña agitada por el viento?... ¿Para ver a un hombre con vestidos delicados? Vuestros reyes y vuestros grandes personajes -vosotros mismos- os cubrís de vestidos de seda y púrpura, pero yo os digo que no podrán conocer la Verdad... -Veinticuatro profetas han hablado en Israel y nosotros seguimos su ejemplo... Los comensales volvieron sus rostros hacia Jesús. Pero el Galileo seguía imperturbable. Su dominio de la situación había crispado los ánimos de los fariseos. -¿Vosotros habláis de los que están muertos y estáis rechazando al que vive entre vosotros? -Dinos quién eres para que creamos en ti contestaron. -Escrutáis la superficie del cielo y de la tierra y no habéis conocido a aquel que está entre vosotros... Y volviendo su mirada hacia mi, añadió: No sabéis escrutar este tiempo... Una oleada de sangre ascendió desde mi vientre. 92