Caballo de Troya
J. J. Benítez
El cuarto o quinto «plato» consistió en frutos secos, especialmente uvas pasas, dátiles y miel
silvestre. Todo ello, naturalmente, generosamente rociado -desde el principio al fin- por un vino
del Hebrón, servido en altos vasos de cristal primorosamente tallados. Al costado de cada
comensal había sido dispuesta una jofaina de metal, con el fin de ir lavando las manos. (La
costumbre judía establecía que los alimentos debían ser tomados con los dedos.)
Al llegar a los postres, el alborozo general aumentó sensiblemente. Algunos de los servidores
y músicos contratados por Simón comenzaron a tañer sus instrumentos -fundamentalmente
flautas y citaras- y las mujeres, que habían permanecido de pie o sentadas en un grupo aparte,
pendientes de los invitados, se unieron a la música, batiendo palmas por encima de sus
cabezas y siguiendo el ritmo con su cuerpo.
Jesús -que había comido con gran apetito- apuró su tercera copa de vino y sonrió al grupo,
en el que destacaba María. La hermana menor de Lázaro, al igual que el resto de sus
compañeras, había cambiado su indumentaria de diario y lucía una llamativa túnica, teñida con
la célebre púrpura de Tiro y Sidón. (Nuestras informac iones apuntaban hacia el hecho de que el
célebre molusco de las playas de Fenicia -el «murex»- era la materia prima del que se obtenía
la púrpura. Este gasterópodo segrega una tinta que, al contacto con el aire, se torna de color
rojo oscuro. Los fenicios lo descubrieron y supieron comercializarlo.)
María -tal y como ordenaban las normas sabáticas- había prescindido de su habitual cinta
sobre la frente y dejaba flotar su negra y larga cabellera.
En aquel momento, mientras los servidores retiraban las bandejas, daba comienzo en
realidad lo que nosotros conocemos por la «sobremesa». Los comensales, eufóricos por los
vapores del vino, se enzarzaban en las más dispares e interminables polémicas. Jesús y Simón,
al frente de la mesa, dialogaban sobre el mítico Josué y de cómo fueron derribadas las murallas
de Jericó. Los discípulos, por su parte, permanecían extrañamente sobrios y callados,
pendientes tan sólo del grupo de fariseos, que no dejaban de apurar copa tras copa.
Ante mi sorpresa, algunos de los comensales comenzaron a eructar sin el menor pudor.
Aquello se convirtió pronto en algo colectivo. Nadie parecía dar excesiva importancia al hecho, a
excepción del anfitrión y de mí mismo. Pero las razones de Simón -que correspondía a cada uno
de los groseros gestos con una leve inclinación de su cabeza- obedecían a otra escala de
valores. Aquellos eructos venían a demostrar públicamente la satisfacción de cada uno de los
invitados por la espléndida comida y el trato recibidos. Por supuesto, tuve que esforzarme en
eructar, «agradeciendo» a mi nuevo amigo su sabiduría y delicadeza gastronómicas.
Cuando terminaron de servirse los postres, varias doncellas fueron pasando junto a cada uno
de los comensales, ofreciendo unas minúsculas bolitas o cápsulas transparentes y
blancoamarillentas. Ante mi duda, Lázaro me animó a coger una o dos de aquellas «lágrimas» e
introducirlas en la boca. Se trataba de una especie de «goma de mascar», muy refrescante y
aromática. Según mi amigo, eran extraídas de los lentiscos que poblaban a millares toda
Palestina. Para los hebreos, aquellas bolitas reforzaban los dientes y la garganta,
proporcionando. además, un aliento más fresco y agradable.
En los días siguientes -y gracias a las «lágrimas» de lentisco que me proporcionaría Lázaromi falta de aseo dental se vio notablemente aliviado.
Pero, aunque todo parecía transcurrir dentro de la más sana e intensa alegría, no iba a
tardar en estallar el «escándalo»...
Creo que todos, o casi todos los presentes -distraídos con la música y la agradable tertuliatardamos algunos minutos en reparar en aquella doncella que, salida sigilosamente del corro de
las mujeres, se había arrodillado a espaldas de Jesús. Era María.
Un latigazo interno me puso sobre aviso. Estaba a punto de asistir a la escena de la unción.
Sin poder remediarlo me incorporé y, ante el desconcierto de Lázaro, me deslicé por detrás de
la mesa, hasta situarme en una de las «esquinas» de la U, a pocos metros de los invitados de
honor.
Progresivamente, los comensales fueron guardando silencio, atónitos ante lo que estaba
sucediendo. La hermana menor, con su habitual mutismo, había abierto una «botella» de unos
treinta centímetros de altura y de forma ahusada. Parecía hecha de un material sumamente
translúcido (después supe que se trataba de alabastro oriental).
Y ante la mirada complacida de Jesús, la adolescente vertió buena parte del contenido sobre
los cabellos del Maestro. Un líquido color «coñac» fue impregnando lenta y dulcemente el pelo
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