Caballo de Troya
J. J. Benítez
Cuando Lázaro y yo acudimos hasta nuestros respectivos puestos en la mesa, comprobé con
alivio que el resucitado había sido asignado a mi lado. Instintivamente miré a Marta, que
permanecía de pie junto al resto de las mujeres, y sonrió maliciosamente.
Siguiendo la costumbre, tuve que reclinarme sobre mi costado derecho1. Aunque los judíos
comían habitualmente sentados en sillas o taburetes, en las grandes ocasiones -y aquélla era
una fiesta en la que ambas aldeas, Betania y Betfagé, rendían un sincero homenaje al Maestrolos hebreos habían ido adoptando la tradición helenística de almorzar reclinados sobre cómodos
cojines y esteras.
La única excepción, en este caso, fue Jesús. Como invitado de honor ocupaba el centro de la
U, habiendo sido preparado una especie de diván bajo, que apenas sobresalía de la mesa.
Aunque todos los invitados habían recibido en la mañana del viernes la correspondiente
invitación, con los nombres, incluso, de los restantes comensales, de acuerdo con una arraigada
tradición, el dueño de la casa había enviado aquella misma mañana del sábado otros tantos
mensajeros a los domicilios de sus amigos, recordándoles el lugar y la hora del banquete.
Respetuosamente, olvidando incluso la gran amistad que unía a ambas familias, Lázaro había
esperado esta segunda y última comunicación del mensajero. Sólo en ese momento partimos
de la casa.
Al subir las escalinatas de la hacienda de Simón me llamó la atención una tela blanca,
colgada a las puertas del atrio. Lázaro me explicó que aquel lienzo daba a entender que aún era
tiempo de entrar en la cena. El «aviso» sólo era retirado después de haber servido el tercer
plato.
Jesús y sus discípulos -los doce- estaban ya en el patio cuando mi amigo y yo fuimos
recibidos por el anfitrión. Por lo que pude apreciar, el rabí parecía haber olvidado el
desagradable percance con la multitud que le había pedido un milagro, y reía abiertamente,
demostrando un humor envidiable. Sus hombres, en cambio, a pesar de haber prescindido de
sus espadas, no reflejaban demasiada alegría. Les noté nerviosos y adustos. En seguida
comprendí la razón. Entre los invitados se hallaban cuatro o cinco sacerdotes, de una de las
comunidades de fariseos: mortales enemigos del Maestro. A las puertas permanecían algunos
de los policías del templo -levitas en su mayoría- que habían acudido hasta Betania con la
sospechosa misión de escoltar a los altos dignatarios del sacerdocio de Jerusalén. Lázaro me
comentó por lo bajo que había una cierta incertidumbre sobre los auténticos propósitos de
aquellos fariseos. Era muy posible que -siguiendo las órdenes de Caifás- aquel mismo
atardecer, una vez finalizado el sábado, los hombres del Sanedrín prendieran a Jesús. Pero los
«separados» o los «santos» -como se conocía también a los fariseos- no hicieron ademán
alguno que pudiera alertar a los seguidores de Cristo. Al contrario: aunque en ningún momento
se acercaron al grupo en el que dialogaba Jesús, tras recogerse las amplias mangas de sus
túnicas, dejaron que las mujeres procedieran al obligado lavatorio de manos y pies,
reclinándose en sus puestos con vivas muestras de satisfacción. Supongo que su cordialidad
podía obedecer a las magníficas viandas que habían empezado a circular ya sobre la mesa. Los
servidores de Simón habían dispuesto una especie de tazones de fina cerámica (hoy conocida
como terra sigillata), compactos y de cuidada forma, fabricados en barro rojo y -según me
señaló Lázaro- procedentes de Italia. Al levantar mi tazón pude ver en la base del mismo el
sello del fabricante: un tal Camurius, conocido alfarero de Arezzo. (Memoricé aquel nombre y
en la tarde del lunes cuando, al fin, pude regresar al módulo, Santa Claus confirmó que el
citado artesano italiano había vivido y trabajado en tiempos de Tiberio y Claudio, desde los años
14 al 54 después de Cristo.)
Simón, siguiendo las costumbres, había contratado a un cocinero de Jerusalén.
Curiosamente, si las cosas salían mal y los invitados se mostraban disgustados con el menú, el
«jefe» de cocina debía reparar la afrenta, pagando de su bolsillo los gastos, en una proporción
que siempre dependía de la categoría social del anfitrión y de sus comensales.
No fue éste el caso. La verdad es que todo resultó exquisito. (Al menos para los hebreos.)
Tras el caldo, a base de verduras y hierbas aromáticas, único plato en el que se utilizó la
cuchara, los invitados disfrutaron lo suyo con las bandejas de bronce y plata. repletas de
pescado cocido y cordero asado, hábilmente condimentados a base de cebollas, puerros y ajos.
1
Los israelitas se desenvolvían mejor con la mano izquierda que con la derecha.
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