Caballo de Troya
J. J. Benítez
-¿Alguna vez has escuchado a tu propio corazón? Asentí sin saber a dónde quería ir a parar.
-El secreto para poseer la Verdad sólo está en mi Padre. Y en verdad te digo que mi Padre
siempre ha estado en tu corazón. Sólo tienes que mirar «hacia adentro»... Bienaventurado el
que busca, aunque muera creyendo que jamás encontró. Y dichoso aquél que, a fuerza de
buscar, encuentre. Cuando encuentre, se turbará. Y habiéndose turbado, se maravillará y
reinará sobre todo.
-Señor, yo miro a mi alrededor y me maravillo y entristezco a un mismo tiempo...
-Yo te aseguro, Jasón, que todo aquel que sabe ver lo que tiene delante de sus ojos recibirá
la revelación de lo oculto. No hay nada oculto que no será revelado.
Mi timidez inicial se fue disipando. El calor y la cordialidad de aquel Hombre terminaban por
quebrar los muros más inexpugnables. Pero nuestra conversación se vio súbitamente
interrumpida por varios de los discípulos. La multitud que se agolpaba a las puertas de la casa
de Simón reclamaba al rabí y los hombres del Nazareno se sentían impotentes para
contenerlos.
Cuando el Maestro se alejó me juré a mí mismo que buscaría nuevas oportunidades para
conversar con El y exponerle mis interminables dudas.
Me fui tras Él. La multitud que yo había visto a las puertas del jardín de la casa de Simón
estalló al ver al Maestro. Pero Jesús no se movió del portalón. Allí, flanqueado por sus
discípulos, saludó a los peregrinos. Pero éstos, enterados del milagro que había hecho con
Lázaro, no se contentaron con verle y empezaron a pedirle una señal. Yo no salía de mi
asombro. A juzgar por sus gritos, aquellos hebreos -galileos en su mayoría- no pretendían
escuchar al Nazareno. Lo único que verdaderamente les importaba era asistir a otro prodigio...
Jesús, con evidentes muestras de desilusión, alzó sus brazos y se hizo el silencio. Un silencio
expectante. Y muchos de los allí congregados comenzaron a sentarse en el suelo, convencidos
de que su larga caminata no sería estéril y que pronto contemplarían otro «espectáculo». Pero
el Maestro, en tono enérgico, les dijo:
« ¡Necios!... Yo aparecí en medio del mundo y en la carne fui visto Por ellos. Y hallé a todos
los hombres ebrios, y entre ellos no encontré a ninguno sediento... Mi espíritu se dolió por los
hijos de los hombres, porque son ciegos de corazón y no ven.»
Y antes de que ninguno de los presentes pudiera reaccionar dio media vuelta, perdiéndose a
paso ligero en dirección a la mansión de su anfitrión.
Sinceramente, me alegré. Aquella turba, sedienta de emociones y prodigios, no se merecía
otra cosa. Poco a poco fui dándome cuenta que las multitudes apenas si habían asimilado el
mensaje de aquel Hombre. Ni siquiera los más cercanos -tal y como comprobaría al día
siguiente, con motivo de la entrada triunfal en Jerusalén- habían distinguido a aquellas alturas
del ministerio de Cristo de qué «reino» hablaba el Maestro. Empezaba a comprender el
verdadero alcance de aquellas frases del rabí, pronunciadas poco antes, en las escalinatas:
«Los que están conmigo no me han entendido...»
Hacia las tres de la tarde, en compañía de Lázaro y sus hermanas, entraba por primera vez
en el patio porticado de la casa de Simón. El anciano iba recibiendo en el centro del recinto al
medio centenar largo de comensales. Todos -conocidos o no del jefe de la casa- eran saludados
con el ósculo o beso de la paz. Inmediatamente, los familiares y servidores del antiguo leproso,
acompañaban a los invitados hasta los puestos que se les había asignado, en torno a una mesa
muy baja y en forma de U. A diferencia del patio de la casa de Lázaro, el de Simón aparecía
cubierto en su totalidad por un toldo o lona, sujeto por sogas a los capiteles de las columnas
que rodeaban el hermoso lugar. La cisterna central había sido cubierta con tablas, de tal forma
que en el Centro de la U quedaba un espacio más que sobrado como para permitir el
movimiento de los servidores.
Al llegar frente a Simón, Lázaro se encargó de presentarme al anciano. Al besarle comprobé
cómo su mejilla derecha conservaba aún las profundas cicatrices de su enfermedad. Parte del
ojo, así como esa misma zona del labio superior se hallaban prácticamente rotas y deformadas.
La barba blanca y abundante no terminaba de ocultar la huella del terrible mal. La mano
izquierda había quedado mutilada en las últimas falanges de los tres dedos centrales.
Sin embargo, el venerable anciano parecía haber olvidado aquellos años difíciles y ahora se
mostraba feliz y satisfecho, luciendo sus mejores galas: una túnica de lino, teñida en púrpura y
un manto de brillante seda a franjas azules y escarlatas.
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