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Caballo de Troya J. J. Benítez que mi nuevo amigo hizo lo mismo que yo: tratar de descubrir en el otro hasta los más nimios detalles... Después de aquel saludo en el museo de las gigantescas cabezas negroides, la certeza de que me encontraba ante una posible buena noticia había ido ganando terreno. -Usted dirá -rompí el silencio, invitando a mi acompañante a que empezara a hablar. -En primer lugar quiero recordarle lo que ya le dije por teléfono. Es posible que se sienta decepcionado después de esta primera conversación. -¿Por qué? -Quiero ser muy sincero con usted. Yo apenas le conozco. No sé hasta dónde puede llegar su honestidad... Le dejé hablar. Su tono pausado y cordial hacía las cosas mucho más fáciles. -… Para depositar en sus manos la información que poseo es preciso primero que usted me demuestre que confía en mí. Por eso -y le ruego que no se alarme- necesito probar y estar seguro de su firmeza de espíritu y, sobre todo, de su interés por Cristo. El americano se llevó a los labios un jugo de naranja y siguió perforándome con aquella mirada de halcón. Debió captar mi confusión. ¿Qué demonios tenía que ver mi firmeza de espíritu con Cristo, o, mejor dicho, con mi interés por Jesús? -Permítame un par de preguntas, señor... -Si no le molesta -repuso con una fugaz sonrisa- llámeme mayor. Por el momento, y por razones de seguridad, no puedo decirle mi verdadero nombre. Aquello me contrarió. Pero acepté. ¿Qué otra cosa podía hacer si de verdad quería llegar al fondo de aquel enigmático asunto? -Está bien, mayor. Vayamos por partes. En primer lugar, usted dice ser un oficial r WF