Caballo de Troya
J. J. Benítez
Pocos minutos después, a las 11.15 de aquel viernes, 18 de abril de 1980, un empleado del
Parque Museo de la Venta me extendía el correspondiente boleto de entrada, así como un
sencillo pero documentado plano para la localización de las gigantescas esculturas olmecas.
El parque parecía tranquilo.
Consulté el mapa y comprobé que el Gran Altar -nuestro punto de reunión- estaba enclavado
justamente en el centro de aquel bello museo al aire libre. El itinerario marcaba un total de 27
monumentos. Yo debía llegar al enclave número cinco. Si todo marchaba bien, allí debería
conocer, al fin, a mi informador.
Sin pérdida de tiempo me adentré por el estrecho camino, siguiendo las huellas de unos pies
en rojo que habían sido pintadas por los responsables del parque y que constituían una
simpática ayuda para el visitante.
A los pocos metros, a mi izquierda, descubrí el monumento número 1. Se trataba de una
formidable cabeza de jaguar semidestruida, con un peso de treinta toneladas.
Proseguí la marcha, adentrándome en un espeso bosquecillo. El corazón empezaba a latir
con mayor brío.
A unos ochenta pasos, a la derecha del camino, aparecieron las esculturas de un mono y de
otro jaguar. Eran los monumentos números 2 y 3. Frente al jaguar, el plano marcaba la figura
de un manatí, tallado en serpentina. Era el número 4.
Avancé otra treintena de metros y al dejar atrás uno de los recodos del sendero reconocí
entre la espesura el enclave número 4 bis: otro pequeño jaguar, igualmente tallado en basalto.
El siguiente era el Gran Altar Triunfal.
Aquellos últimos metros hasta la pequeña explanada donde se levanta el monumento
número cinco fueron singularmente intensos. Hasta ese momento no había coincidido con un
solo turista. Mi única compañía la formaban mis pensamientos y aquella loca algarabía del sinfín
de pájaros multicolores que relampagueaba entre las copas de los corpulentos huayacanes,
parotas y cedros rojos.
Al entrar en el calvero me detuve. El corazón me dio un vuelco. El Gran Altar estaba
desierto. Bajo el ara, en un nicho central, un personaje desnudo y musculoso empuñaba una
daga en su mano izquierda. Con la derecha, la estatua sujetaba una cuerda a la que
permanecía amarrado un prisionero.
El furioso sol del mediodía me devolvió a la realidad.
«¿Dónde está el maldito yanqui?», balbucí indignado.
La sola idea de que me hubiera tomado el pelo me desarmó. Avancé desconcertado hacia el
Gran Altar, sintiendo el crujir del guijo blanco bajo mis botas.
«Quizá me he adelantado», pensé en un débil intento por tranquilizarme.
De pronto, alertado -supongo- por el ruido de mis pasos sobre la grava, un hombre apareció
por detrás de la gran mole de piedra. Ambos permanecimos inmóviles durante unos segundos,
observándonos. Jamás olvidaré aquellos instantes. Ante mí tenía a un individuo de considerable
altura -quizá alcanzase 1,80 metros-, con el cabello cano y vistiendo una guayabera y unos
pantalones igualmente blancos.
Respiré aliviado. Sin duda, aquél era mi anónimo comunicante.
-Buenos días -exclamó, al tiempo que se quitaba las gafas de sol y dibujaba una amplia
sonrisa-. ¿Es usted J. J. Benítez?
Asentí y estreché su mano. Suelo dar gran importancia a este gesto. Me gusta la gente que
lo hace con fuerza. Aquel apretón de manos fue sólido, como el de dos amigos que se
encuentran después de largo tiempo.
-Le agradezco que haya venido -comentó-. Creo que no se arrepentirá de haberme conocido.
Ni en esta primera entrevista ni en las que siguieron en meses posteriores pude averiguar la
edad exacta de aquel norteamericano. A juzgar por su aspecto -huesudo y con un rostro
acribillado por las arrugas- quizá rondase los sesenta años. Sus ojos claros, afilados como un
sable, me inspiraron confianza. No sé la razón, pero, desde aquel primer encuentro al pie del
Gran Altar en el Museo de la Venta, se estableció entre nosotros una mutua corriente de
confianza.
-Conozco un restaurante donde podemos conversar. ¿Tiene hambre?
No sentía el menor apetito, pero acepté. Lo que me consumía era la curiosidad.
Al cabo de unos minutos nos sentábamos en un sombreado establecimiento, casi al final de
la calle del Paralelo 18. En el trayecto, ninguno de los dos cruzamos una sola palabra. Supongo
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