Caballo de Troya
J. J. Benítez
-El de las cabezas olmecas...
-Sí, lo conozco.
-Le estaré esperando junto al Gran Altar...
-Pero, ¿cómo voy a reconocerle?
-No se preocupe.
Aquella seguridad me dejó fascinado.
Lo más probable -concluyó- es que yo le reconozca primero.
-Está bien. De todas formas llevaré un libro en las manos...
-Como guste.
-Entonces... hasta el viernes.
-Correcto. Muchas gracias por atender mi llamada.
-Ha sido un placer -mentí-. Buenas noches.
Al colgar el auricular me vi asaltado por un enjambre de dudas. ¿Por qué había aceptado tan
rápidamente? ¿Qué seguridad tenía de que aquel supuesto extranjero fuera un piloto retirado
de la USAF? ¿Y si todo hubiera sido una broma?
Al mismo tiempo, algo me decía que debía acudir a Villahermosa. El tono de voz de aquel
hombre me hacía intuir que estaba ante una persona sincera. Pero, ¿qué quería comunicarme?
Pensé, naturalmente, en esa enigmática información. «Lo más lógico -me decía a mí mismo
mientras trataba inútilmente de conciliar el sueño es que se trate de algún caso ovni
protagonizado por los militares norteamericanos. ¿O no?»
«¿Por qué citó mi interés por Cristo? ¿Qué tenía que ver un veterano militar con este
asunto?»
A decir verdad, cuanto más removía el suceso, más espeso e irritante se me antojaba. Así
que opté por la única solución práctica: olvidarme hasta el viernes, 18 de abril.
TABASCO
A las 10.45, una hora escasa después de despegar del aeropuerto Benito Juárez de la ciudad
de México, tomaba tierra en Villahermosa. Al pisar la pista, un familiar hormigueo en el
estómago me anunció el comienzo de una nueva aventura. Allí estaba yo, bajo un sol tropical,
con la inseparable bolsa negra de las cámaras al hombro y un ejemplar de mi libro El Enviado
entre las manos.
«Veremos qué me depara el destino», pensé mientras cruzaba la achicharrante pista en
dirección al edificio terminal. Aquella situación -para qué voy a negarlo- me fascinaba. Siempre
me ha gustado jugar a detectives...
Por ello, y desde el momento en que abandoné el reactor de la compañía Mexicana de
Aviación que me había trasladado al estado de Tabasco, fui fijando mi atención en las personas
que aguardaban en el aeropuerto. ¿Estaría allí el misterioso comunicante?
Si hacia caso al timbre de su voz, mi anónimo amigo debía rondar los cincuenta años. Quizá
más, si consideraba que era un piloto retirado del servicio activo.
Sujeté el libro con la mano izquierda, procurando que la portada quedara bien visible, y
despaciosamente me encaminé al servicio de cambio de moneda. Sí el norteamericano estaba
allí tenía que detectarme.
Cambié algunos dólares, y con la misma calma me dirigí a la puerta de salida en busca de un
taxi.
Nadie hizo el menor movimiento ni se dirigió a mí en ningún momento. Estaba claro que el
extranjero no se hallaba en el aeropuerto, o al menos no había querido dar señales de vida.
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